El escritor valenciano Francisco Brines, uno de los poetas contemporáneos más destacados de la historia española reciente, ha fallecido este jueves en Gandía a los 89 años en el Hospital de Gandía, donde fue intervenido de urgencia de una hernia la madrugada del pasado día 15 de mayo. Esta entrevista fue concedida a EL ESPAÑOL en 23 noviembre de 2020.
Cuando a Francisco Brines le pidieron un título para su última antología, respondió: “Entre dos nadas” (Renacimiento, 2017). Dice el último Cervantes que el poema es la lucha por “desvelar alguna porción del misterio de la vida”, el “arañazo al gran enigma” en busca de un “resplandor”.
Después de tantas palabras brindadas al interrogante de la creación, lo tiene claro: “Somos un paréntesis entre dos nadas”. A Brines (Oliva, 1932) se le está cerrando el suyo. Por eso es tan emocionante asistir a la pugna de esa voz que arranca, una a una y en el silencio de la habitación, las palabras que ahora siguen. Es como si llegaran desde muy lejos, como si el poeta hubiese atrapado por fin el “misterio”.
Tras recibir la noticia de que el gran premio de la literatura española era suyo, se puso a pensar en su madre. En la poesía de Brines, la madre es la metáfora del principio y el final. Uno de sus poemas dibuja la muerte como una especie de travesía en medio del mar. Ella le mira “muy fija, desde el barco, en el viaje aquel de todos a la niebla”. Ahora, en este instante, le mira con fuerza.
-Hábleme de ella.
-Era autoritaria, pero con argumentos. Eso me enseñó a vivir de una manera determinada. Tanto ella como mi padre siempre respetaron mi vocación literaria, aunque él hubiese deseado que siguiera otras apetencias. Al final, lo aceptaron. Vieron que, en mí, esa vocación era necesaria de verdad. Les habría gustado ver este premio.
Brines agradece la “generosidad” del galardón, por el que siente un gran respeto. Lo otorgan “escritores y lectores muy importantes”. Lo que más ilusión le hace es que un Cervantes sirve para darse a conocer, año tras año, entre “esa enorme cantidad de lectores que van naciendo en todos los países”.
-¿Cómo era su padre?
-Un hombre interesado por la vida material -dedicado al comercio de las naranjas-, pero absolutamente respetuoso con la vida del espíritu. Así se mostró conmigo. Nunca me dijo: “Paco, dedícate a esto o a lo otro”. Dejó que yo eligiera mi camino. Fue consciente de que mi elección, la poesía, me daba la felicidad mayor.
-Eran días de hambre y posguerra. ¿Les asustó tener un hijo que quería ser poeta?
-Creo que no pensaban en eso… Incluso en los tiempos más modestos, se encuentra comida para vivir. Supieron que lo importante para su hijo era alimentarse del espíritu. En ese sentido, un hijo poeta debería alegrar a todos los padres.
-La poesía era algo totalmente ajeno a su familia. ¿Cómo se enamoró de la lectura?
-Me gustaban las palabras bien expresadas. La lectura me daba sensaciones, experiencias y conocimientos. Me hacía una persona más respetable. Y yo eso lo consideraba mucho porque la respetabilidad es, en definitiva, el asentamiento sobre un nuevo vivir. Estoy contento de que ese “nuevo vivir” me llegara a través de la poesía.
-Usted creció en una España que enseñaba a los jóvenes “formación del espíritu nacional”. ¿Fue, en cierto modo, un estimulante para leer, escribir y pensar lo prohibido?
-Yo leía lo que caía en mis manos. Ese azar de la lectura me dio una gran experiencia vital y de pensamiento. Por eso respeto enormemente el azar y me cobijo a la sombra de él.
La vocación
A Brines le incomoda hablar de su propia poesía. “¡Es como si a un cirujano le piden que se opere a sí mismo!”, suele bromear. Hace años, le pidieron una definición de su “poética” y recurrió a la escena de la vocación.
Fue tal que así: Paco es un joven que medita obedientemente en una Casa de Retiro que tienen los jesuitas en el campo valenciano de Alascuás. Está dentro de una habitación que da a una “anchísima huerta”. Siente el espíritu “atormentado por unos hostiles ejercicios espirituales”. Entonces, el muchacho se asoma a la ventana y ve cómo “la naturaleza se enciende después de una tormenta repentina y primaveral”.
Escudriña en el color de las palmeras, en los rosales del paseo y percibe el aroma de los naranjos. “Parece que toda la vida está en este debilitado olor”, piensa. Al atardecer, nace un poema. El primer poema. El muchacho ha sido el “mágico creador de la tarde” y, por eso, la siente como “la más hermosa de su vida”.
Pasado el tiempo, Brines cree que aquel poema fue definitivamente malo y que adoleció de la excesiva influencia de Juan Ramón Jiménez. Pero, ¿eso qué importa? “La emoción del resultado hallado nunca fue tan grande como en aquellos años. La ilusión de la creación nunca ha vuelto a ser tan real para mí”, dejó escrito ya adulto en la introducción a uno de sus poemarios.
En ese momento -Brines tenía dieciocho años- se produjo un intercambio que cambiaría su vida para siempre: arrumbó aquellas creencias en una esquina y las sustituyó por esa “palabra desconocida” que es la poesía. La escena resume con exactitud esa hondura de sus versos, esa búsqueda religiosa de lo absoluto sin más credo que el que nace de lo humano.
La creación
-Alguna vez ha dicho que el poeta no tiene por qué ser más sensible que quien no lo es. Eso refuta un tópico muy extendido.
-El poeta expresa lo mismo que siente mucha otra gente. La diferencia está en la expresión y en la creación. Es un tema de exigencia y conocimiento. El poeta lo intenta poco a poco. Si consigue expresar con seguridad y precisión una experiencia difícil, se lo agradecerá enormemente a la escritura por habérselo permitido.
-Leyéndole, uno puede advertir que es usted firme defensor del “se canta lo que se pierde” que acuñó Antonio Machado. ¿Le resulta difícil escribir sobre la dicha?
-Sí. Creo que resulta más difícil. Cuando uno es dichoso, normalmente no escribe. ¡Vive! Y expresa de manera intuitiva esa felicidad, dejando la escritura un poco apartada.
-La poesía es un don, pero a veces hace sufrir al que lo padece. ¿A usted le ha dado más luz que oscuridad?
-Sí. Me ha dado más luz que oscuridad porque he amado la literatura de los demás. He deseado hacer mi propia literatura. En algunos momentos, han asentido los lectores y el escritor que yo soy.
Último viaje
La poesía fue para Brines una “experiencia mágica”, “solo entonces comparable al uso sexual del cuerpo”. La sensualidad y el amor homosexual hicieron de él, desde muy pronto, un poeta libre y desacomplejado. Brines dibujó los caminos de la carne sin los afanes reivindicativos que absorben el presente. Escribía lo que le iba dictando esa inspiración tan difícil de describir. “Casi nunca es la voluntad la que elige”, apuntó el poeta sobre esos versos a los que le obligaba el interior.
Alejandro Duque -poeta amigo del entrevistado- definió así la temática que viene ocupando a Brines desde hace décadas: “El amor por el arte, la niñez, el paisaje, el tacto de la piel de un cuerpo deseado y un sentido de la fraternidad universal a través del tiempo”.
-Suele encuadrársele en la generación del 50, los poetas hijos de 1936. ¿Tiene recuerdos de la guerra?
-Sí. Tuvimos que salir en barco desde Alicante para ir a Marsella. Allí pasamos varios meses del primer año de la guerra. Luego, cuando los nacionales entraron en San Sebastián, cruzamos la frontera y nos instalamos allí. Queríamos llegar a Oliva, pero no pudimos hasta que todo terminó. Aquí acabó ese viaje y aquí acabará el viaje final. Lo estoy haciendo ahora.
-¿Cómo es la vida a bordo de ese último barco?
-Tengo 88 años. Son muchos. No sé a cuántos llegaré. Estoy dispuesto a alcanzar todos los que sea siempre que tenga conciencia. Si la pierdo, quisiera que la vida se acabase en mí, que se extinguiese como una vela. Para mí, la vida ha sido una vela que ha dado luz pequeña, pero era una luz que quemaba y desafiaba la cera del cuerpo. Estoy esperando a que la vela se apague de un momento a otro.