Cuando Benito Mussolini alcanzó el poder en Italia tenía claro que quería devolver el prestigio y la grandeza a su país. Instauró un fascismo con el que pretendía recuperar el pasado glorioso del Imperio romano, y para ello necesitaba expandirse por África y Europa. Además del colonialismo que emulaba a la antigua civilización itálica, también tomó su saludo, que se convirtió en símbolo fundamental de su ideología.
No obstante, bajo el paraguas de grandeza se escondían grandes debilidades que pronto se hicieron evidentes en la Segunda Guerra Mundial. Abisinia (actual Etiopía), Libia, Eritrea o Albania, en suelo europeo, se integraron al Imperio colonial italiano, pero estos territorios no eran grandes potencias ricas en materias primas.
Tras el estallido de la contienda, Italia inició su reconversión. Su cercanía a la Alemania nazi le dotó de valentía para dar luz verde a ofensivas que ampliaran aún más los límites de la Italia fascista. El Tercer Reich dominaba Europa y Mussolini ansiaba hacer lo propio en el sur del continente. John Gooch, uno de los mayores expertos internacionales en el país, recorre la historia que va del triunfo fascista a su posterior debacle en su nuevo libro, La guerra de Mussolini (La Esfera de los Libros).
"La conquista de un nuevo Imperio romano que debía abarcar el Mediterráneo y el norte de África, e incluir una considerable tajada de los Balcanes, así como vías de libre acceso a los océanos Atlántico e Índico, iba a concederle a Italia el lugar que le correspondía por derecho propio en los asuntos del mundo", resume Gooch en su introducción.
Socorro alemán
El 10 de junio de 1940, desde el balcón del Palazzo Venezia, la Italia fascista declaró la guerra a las Fuerzas Aliadas. Justo en ese instante, Churchill se encontraba durmiendo la siesta. Al despertarse, gruñó que la gente que acostumbraba a ir a Italia para ver ruinas no iba a "tener que llegar ya hasta Nápoles o Pompeya".
Lo cierto es que el apoyo italiano a la Alemania nazi fue más bien un inconveniente para Hitler que una suma a sus conquistas. Los italianos fueron incapaces de hacerse fuertes en el Mediterráneo, el mar que por derecho histórico tanto proclamaban como suyo. Las batallas de Punta Stilo y Cabo Teulada evidenciaron la insuficiencia técnica de la flota italiana; y en la batalla de Matapan fueron obligados a doblegarse ante los británicos.
Mussolini, que necesitaba una victoria para mostrar a su pueblo y a toda Europa su potencial, optó por invadir Grecia. "Cuando el primer soldado italiano pisó suelo griego las cosas empezaron a torcerse", apunta el historiador. Los griegos no solo hicieron frente a una Italia supuestamente superior, sino que el caos del ejército del duce hacía que su apoyo aéreo llegara tarde y de forma limitada. Los helenos llegaron incluso a adentrarse en Albania, territorio controlado desde Roma.
El 18 de noviembre, Adolf Hitler decidió socorrer a su aliado en Grecia, no sin antes aleccionar al duce. "Sin morderse la lengua, le dijo a Mussolini que su 'amenazadora disputa con Grecia' había tenido unas consecuencias psicológicas y militares 'muy graves'", relata el escritor. Alemania tuvo que movilizar hordas de soldados que podían haber actuado en otras operaciones para apoyar al dictador fascista. "Había creado obstáculos para el trato de Hitler con Bulgaria, con la Unión Soviética y con Francia, y había expuesto el peligro de ataques aéreos el suministro de petróleo rumano a Alemania e incluso el sur del propio Reich", añade.
Ya en 1941, los alemanes consiguieron que la esvástica ondeara en Atenas. Sin embargo, aquella campaña alemana dejó en evidencia el fracaso italiano, que era incapaz de valerse por sí mismo. "Una cosa eran las pérdidas materiales, y otra la evidente falta de voluntad de victoria de los italianos. El ataque italiano contra Grecia había sido un grave error estratégico que podía tener un efecto perjudicial para los acontecimientos en el Mediterráneo oriental y en África, 'y por consiguiente para el futuro de la guerra en su conjunto'", afirma Gooch.
En África, lejos de emular las victorias romanas, Italia también se vio obligada a recibir apoyo de los nazis para resolver su guerra en el desierto con los británicos. En definitiva, el sueño Mussolini se transformó en una pesadilla tanto para Alemania como para su propio país. De extender sus fronteras pasó a controlar un territorio cada vez más pequeño. Todo ello, influido por la incapacidad del duce de desenvolverse en el campo de batalla con eficacia.
Caída de Mussolini
En 1943 la guerra se decantaba en favor de los Aliados. Habían desembarcado en el sur de Italia en septiembre. Mussolini fue depuesto por el rey Victor Manuel y por su propio consejo fascista y, aunque Hitler lo colocaría como jefe de un Estado fascista títere en el norte de Italia, esta vez Alemania no contaba con los hombres suficientes para hacer frente a sus enemigos.
La caída del duce era cuestión de tiempo. Decidió huir hacia el norte y sin destino concreto, disfrazado de soldado en un convoy alemán hasta que unos partisanos italianos dieron con él y optaron por fusilarle. Al día siguiente, los restos de Mussolini y de su amante Clara Petacci fueron colgados boca abajo en un tejado de la plaza de Loreto de Milán. El lugar no había sido elegido al azar, pues la mañana del 10 de agosto de 1944 los alemanes habían ordenado el fusilamiento de 15 partisanos en ese lugar. El cadáver de Mussolini, tras pasar el día colgado, fue traslada do al Istituto di Medicina Legale de la Universidad de Milán. Allí fue limpiado y medido. Mussolini pesaba, muerto, 62 kilos, y medía 1,66 metros.
Aquel fue el punto final de un dictador lleno de complejos y dudas internas que trató por todos los medios devolver la grandeza a Italia. Un intento que se quedaría en nada, pues en el instante en que no recibió ningún tipo de ayuda volvió a fracasar. John Gooch relata toda esta deriva fascista, desde su auge hasta su caída, en su nueva y completa obra.