José Mari tenía trece años. Víctor, once. Corría el año 1987 y los dos hermanos eran, simplemente, unos niños que vivían con su familia en la casa cuartel de la Guardia Civil de Zaragoza. Pasaban las seis de la mañana cuando el edificio saltó por los aires a causa de un atentado de ETA. Sólo quedó una pared en pie, sólo una: la del cuarto de los críos que se despertaron muertos de pánico en un mundo, en una vida ya en ruinas. Tardarían un poco en enterarse de que su madre, su padre y su hermana de siete años acababan de morir.
Una herida también es un lugar en el que vivir, como decía Margarit: ellos han habitado en el dolor desde entonces. En el dolor, en la incomprensión y en el silencio, en el mutismo más profundo y más severo. No pudieron expresarlo nunca. No recibieron ayuda psicológica en el momento del atentado ni hasta mucho tiempo después. No hablaron con nadie -ni siquiera entre ellos- de lo que había sucedido. Tardaron décadas en contarlo a algún amigo. Todo se les llenó de monstruos. Todo se les llenó de una espesísima soledad, de un desamparo infinito, de un escepticismo bestial hacia las instituciones, la política y el devenir de las cosas. De la gente que reía ahí afuera.
El encuentro con Pepa Bueno
Tenía razón Foster Wallace: todas las historias de amor son historias de fantasmas. Ha sido espinoso, desde entonces, volver a confiar en alguien. Pero han logrado abrirse, décadas después, con la prestigiosa periodista Pepa Bueno. Ella no buscó la historia: la historia la encontró a ella. Fue su editora de Planeta la que le dijo que había dos jóvenes que querían narrar por fin su trauma y que les gustaría ponerlo en manos de ella. “Lo primero que leí fueron las notas que escribía José Mari por indicación de su psicóloga. Eran tremendas. Ahí estaba el abismo. Fui a conocerlos a Bilbao y el hielo se rompió enseguida”, cuenta a este periódico.
“Depositaron en mí una confianza tremenda y salí convencida de que tenía que escribirlo. Me parecía que no era algo que estuviese muy contado: la tragedia íntima, la de cada día, la del horror que se instala en la vida cotidiana. ¿Hasta dónde llega la onda expansiva de la bomba que ETA hizo explotar en esa casa cuartel en el año 87?”, lanza. Llega tan lejos que resuena hoy.
Les chirría aún en los oídos a los dos supervivientes la música que escuchaban en los viajes en coche con su padre -de Isabel Pantoja a las rancheras de Rocío Dúrcal-, el sonido de las sirenas que colocaban, jugando, en los coches oficiales, los petardos que estallaban en las escaleras del cuartel o la broma que gastaban -fruto de su inconsciencia infantil-: llamar por teléfono a los guardias avisando de que iba a estallar una bomba. Hoy José Mari pide perdón por aquella trastada con la que no ha dejado de soñar. Aquella llamada que se le apareció siempre en las pesadillas, siempre y todos los días, desde que la bomba estalló de verdad.
Solos en el mundo
El Estado les desatendió. Nadie les protegió del estrés postraumático, de la angustia, de la devastación. Al principio los acogieron sus abuelos, pero acabaron mandándoles a un orfanato de la Guardia Civil. Nadie les dijo a dónde fueron a parar sus pensiones ni las indemnizaciones que les correspondían. La consecución natural de los hechos hizo que acabasen ellos también metiéndose a guardias civiles, en una vuelta de tuerca del destino bastante perversa. Víctor lo hizo sin vocación, pero allá en la academia acabó encontrando “lo más parecido que he tenido a una familia estable”.
Sin embargo, en breve lo mandaron al País Vasco: una pésima idea carente de sensibilidad alguna, por volver a colocar a la víctima en el centro neurálgico del terrorismo. José Mari tampoco aguantó, a pesar de que en su caso, el oficio era deseado: quería dedicarse a lo mismo que su padre, tenía una enorme vocación de servicio que no pudo canjear.
Quería acabar convirtiéndose en piloto de combate, como le hubiera gustado a él. Recuerda con espanto la riada que arrasó el camping de Biescas en 1996 y que causó 87 muertos. No podía soportar ver a gente viva atrapada, a gente gritando, a gente muerta. Muertos por todas partes, dentro y fuera de sus sueños. Aquella experiencia le arrolló y comenzó a beber. “Nadie testó en qué estadio psicológico estaban esas dos criaturas. Los pusieron frente al trauma y aumentaron su desequilibrio emocional. En el caso de José Mari, fue peligroso”, dice la periodista.
Incapacitados a los 40
Acabaron los dos -después de todos los desplantes administrativos, después de la frialdad del tribunal médico militar y después del agravio a la memoria de su hermana, que no apareció en el homenaje a las víctimas de ETA-, al borde de los cuarenta años, recibiendo la incapacidad laboral total. “Esa es la gran pregunta: qué viene después. Qué haces si antes de los cuarenta años ya estás jubilado y tienes que llenar el resto de tu vida. Qué haces con todas esas horas. ¿Con qué objetivo te levantas y te vas a la cama? Ha sido muy emocionante compartir todo eso con ellos. Cada uno lo ha gestionado como ha podido”, indica Bueno. De ahí: horarios estrictos, rutinas, una separación, un matrimonio. Buscar la paz. Siempre la paz.
¿Nos hemos perdido en las estadísticas y hemos olvidado el dolor individual de estos casos? ¿Qué hemos hecho mal con nuestra propia memoria ciudadana y qué hemos hecho mal como periodistas? Dice Pepa Bueno que estas víctimas supervivientes eran “testigos incómodos para nosotros, que teníamos unas ansias, muy humanas por otro lado, de mirar hacia adelante y de sacarnos de encima la pesadilla de ETA”: “El conjunto de la sociedad se ocupaba del atentado, del funeral y de la nota escueta de ‘deja viuda y dos hijos’. Después volvíamos a nuestra vida, pero ellos se quedaban ahí, y tenían que partir las cartas de su vida de nuevo en unas condiciones tétricas de hecatombe emocional”, cuenta.
“Y, en algunos casos, con una situación económica muy justa. Pasa lo mismo ahora -salvando todas las distancias- con los muertos de la pandemia: al principio cada cifra nos importaba tremendamente y ahora nos hemos anestesiado. Las sociedades se convierten en supervivientes de sus propios traumas”, relata la periodista.
Sin rabia
Lo que más le llamó la atención a Pepa Bueno de esta historia es que los protagonistas fueran “tan niños” cuando sucedió todo. Ese año ella ya había terminado la carrera y había empezado a trabajar y “ETA estaba muy presente en mi vida, en la vida de todos, tanto personal como informativamente”. “Nadie penetró en sus cabezas, nadie les hizo un seguimiento. En ese momento el tratamiento psicológico no era automático para las víctimas del terrorismo. Todo eso ha cambiado, afortunadamente, a mejor”, sostiene.
Y lo que le sigue llamando la atención de esos niños ya adultos es “su inocencia”: “Su falta de rencor, su resistencia a considerarse víctimas. Su negarse a caer en la rabia”, reflexiona. “Desconfían de las instituciones y de todo lo que les rodea. Nos pilló juntos la detención de Josu Ternera en el sur de Francia. Todavía tiene un juicio pendiente. Me sorprendió la frialdad con la que acogieron la noticia. Yo les dije ‘la democracia ha derrotado a ETA’. Y ellos: ‘Bueno, sí, pero… ¿habrán entregado todas las armas?’. Lo miran todo con distancia, con escepticismo, incluso”, explica. “Ellos dicen ‘sí, si los cogen, que paguen…’, pero sorprende en ellos la ausencia del rencor que envenena la vida”.
También miran con distancia a la Guardia Civil, que nunca hizo de ellos sus hijos ni los convirtió en su familia. “Víctor encontró allí a amigos inolvidables, pero no recuerda con cariño la institución en sí. Es muy crítico con ella, se sintió muy mal tratado. Dicen que la Guardia Civil se lo dio y se lo quitó todo”, comenta. Claro que esta no es una historia con final feliz. Claro que no es una película navideña ni un cuento de Hollywood.
Hasél y Otegi
¿Qué le parece a Pepa Bueno la entrada en prisión de Pablo Hasél, condenado por injurias al rey y enaltecimiento del terrorismo? “Yo creo que la libertad de expresión hay que protegerla cuando nos cae bien quien la usa y cuando no; o, mejor dicho, cuando no estamos de acuerdo con quien la usa. Tiene límites, naturalmente, pero los límites yo creo que tienen que ser ponderados y proporcionales y ya se ha dicho por activa y por pasiva que la legislación en España tiene que adaptarse a la realidad. Las penas de cárcel para determinados comportamientos son desproporcionadas”, clausura.
¿Qué opinión le merece una figura como la de Arnaldo Otegi? “Bueno, como parte de la izquierda abertzale, estoy encantada de que esté en las instituciones. Nos pasamos años diciendo aquello de que ‘quienes estaban en ETA o quienes amparaban o entendían a la banda terrorista tenían que dar el salto a la democracia dejando de matar y entrando en las instituciones’. Estoy encantada, sí, de que estén en política, pero tienen que hacer un recorrido ético que pasa por el proceso de autocrítica. Algún dirigente abertzale ha dicho que ‘el daño de ETA está reconocido, pero el relato depende de quien lo haga’. No, no. Necesitamos un relato competido que aclare que nunca más se secuestrará ni se matará y que todo aquello fue un terrible horror”.