Dice Elena Poniatowska que leer a Cristina Peri Rossi siempre le da ganas de hacer el amor, pero, en realidad, a esa sentencia hay que añadirle un puntazo: lo que ella invoca en el lector o lectora, independientemente de su condición sexual, es el deseo de hacer el amor con mujeres.
No hay una escritora viva como ella, no hay una que naciese en Montevideo en 1941 y que viviese así las pasiones, la misoginia, la homofobia, el exilio -“tengo un dolor aquí / del lado de la patria”-; no existe voz poética como la suya: tan sensual, tan disidente, tan lésbica, tan inteligente, tan culta, tan humanista -a pesar de todo-, tan tierna si le da la gana, tan elegante, tan política, tan impermeable a cualquier corriente -a las viejas y a las nuevas: se la pimpla-, tan irónica frente a las convenciones sociales. Tan desafiante.
A ella sólo le importa, como a Almodóvar, la ley del deseo. Peri Rossi es una intelectual pionera, una rebelde exquisita y la única escritora vinculada al boom latinoamericano. Gran parte de su trabajo ha consistido en liberar el placer de la dominación masculina. Digamos que ha escrito, ha entendido el mundo y ha vivido al margen de los hombres, o, mejor, al margen de los machos -la versión hiperbólica y tóxica del varón corriente-. Su lascivia humillante, su violencia y sus códigos no le interesaron jamás, genuinamente.
Traducida a más de veinte idiomas, cargada a premios de aquí y de allá, acostumbrada a ver morir a sus amigos -como Julio Cortázar-, escéptica, solitaria, diosa pagana de todos los géneros. Aunque se ha prodigado más en poesía -por favor, lean La barca del tiempo (Visor)-, ahora publica La insumisa (editorial Menos Cuarto), un libro fascinante donde activa el ojo de la nuca y recuerda su infancia y su adolescencia, espinosa como todas pero especialmente agudas, llenas de sorpresas, de perplejidad, de conflictos con la autoridad -el padre violento, la madre doliente, el qué dirán, su propio sexo que la gobierna-.
Enamorada de su madre
Ya en el primer relato, Cristina cuenta que la primera vez que se declaró a su santa madre tenía tres años. “Según los biólogos, los primeros años de nuestra vida son los más inteligentes. El resto es cultura, información, adiestramiento. Yo tenía propósitos serios: quería casarme con ella”, escribe. Su progenitora, de primeras, la engañaba: le decía que más adelante, hasta que a una edad ligeramente más avanzada acabó por confesarle que eso no podía ser, que eran madre e hija y que, además, eran “del mismo sexo”.
Fue el encontronazo inédito de Peri Rossi con las marcas del mundo: había tantas cosas que no podían ser. Había tantas cosas sordas a su amor y a su deseo. Es hermoso cómo gira el cuento: al pasar las décadas, era la madre la que, viuda y herida por una relación de maltrato que le duró toda la vida, pedía a Cristina que viviese con ella y que volviesen a ser novias. Nuestra autora se defendía diciéndole que estaba enamorada de otra persona, pero la madre contestaba, lacónica: “Los enamoramientos son pasajeros”. Y eso era totalmente cierto.
Sabe Peri Rossi que con todos los enamoramientos de su vida es incapaz de verse al pasar el tiempo y de tomarse ni un café: todo ha muerto. Pero con su madre no es así. “Cuando vuelvo a verla, la alegría y la ternura son las mismas. Tomamos té reímos, paseamos, leemos juntas y escuchamos música. No solo he crecido lo suficiente como para alcanzarla, sino que, a veces, yo soy la madre y ella es la hija. Ha sido nuestra particular manera de cambiar la ley de los hombres”.
La culpa sexual
En otro relato, cuenta cómo las madres y las abuelas les enseñan a las niñas que a ellas “les falta algo” entre las piernas, y que la niña suele sentirse culpable por aquello que le falta. “Es un ser incompleto, inmaduro, no terminado. Como la Sinfonía inconclusa, de Schubert”, escribe. “¿Quién la completará: el marido, el amante, los hijos? (…) Nunca escuché definir a un varón por lo que le falta”. Cuando descubrió su clítoris, entendió rápidamente para qué servía: “Para proporcionarme placer autónomo, independiente, sin esperar a ningún príncipe azul”.
Habla de tantas veces que se enamoró de mujeres bellas -ninguna era tan lista como ella, pero las adoraba extrañamente, como se adora lo que uno no alcanza a entender-: Mabel, la joven vecina que la llevaba a pasear y que se casó con un tipo estúpido al que Cristina le puso la zancadilla el día de su boda; Elsa, su compañera cuatro años mayor del Liceo a la que escribía cartas “apasionadas” que fueron prohibidas por los padres de la otra; aquella de su primer beso y su primer pezón entre los labios que se parecía tanto a la actriz Silvana Mangano.
La que le dijo “sé lo que sientes y sé lo que yo siento, pero tenemos que dejar de sentirlo, casarnos y tener hijos”, y a la que ella respondió, con firmeza: “Yo no”. Y jamás lo hizo. Jamás cedió. Habla en este libro de aquella operación de pancreatitis siendo niña que acabó en una violación: un enfermero la desvirgó metiéndole los dedos en la vagina, lo llenó todo de sangre y de horror, y después la tumbó con una anestesia. Cuando pudo recordarlo todo y se lo contó a su madre, ella le hizo jurar que jamás se lo diría a nadie más.
"Tortillera" y "monstrua"
Habla también de su tío misógino que le advirtió que “las mujeres no escriben, y las que escriben, se suicidan”, y sobre cómo ella intentaba que la admirase, infértilmente, mientras él la humillaba con crueldad. Habla de cómo soñaba con una máquina de escribir, y del miedo que le insuflaba que un hombre la tocara, porque su prima le había dicho que “podía quedarse embarazada”.
Habla de los “bichicome” -así llamaba su abuela a los mendigos-, y de cómo vendió todo lo que tenía para dárselo a uno de ellos -presuntamente abandonado en el altar- para que corriese a buscar a la “mujer de su vida”. Habla de todo, Cristina, y tan bien. Con tanta clase. Con tanta inocencia y tanta lucidez, como de niña, como de hembra diminuta pero autoconsciente. Habla de ser una “anormal”, una “maricona”, una “tortillera”, una “monstrua”, una mujer habitando el “pecado mortal”. Menos mal que lo fue. Menos mal que lo hizo.