“Cuando se despertó no recordaba nada de la noche anterior”, dice Donde habita el olvido, uno de los temas más hermosos del maestro de Úbeda -el del bombín, ya saben: el crápula, el poeta, el nocturno, el alevoso, todo aquel arquetipo que ya le cansa-, y bien podría servirle de autobiografía. Una autobiografía tediosa, en realidad: la del ser brillante y poliédrico que ha sido reducido a su canallismo, la del hombre que lo vivió todo casi sin recuerdos nítidos. Hace bien: bastante tenemos ya con cargar con los años memorizados.
Ese es el poso que queda tras ver Pongamos que hablo de Sabina, nuevo documental original de ATresplayer Premium, que se estrena este mismo domingo 24 de mayo. Parece ahí que la vida del genio ha sido como un golpe en la cabeza, como una huida hacia adelante, como un navegar errante por los ríos de la indignación -y la devoción- pública.
El documental hace demasiado hincapié en que Joaquín tiene la sed del mundo, una sed bestial e inagotable para cerrar tabernas, para vaciar tequilas, para acumular resacas, para fallar a sus compromisos porque está alargando un guateque, para cantarse otra ranchera, para esnifar lo próximo. Es el cuento de un adicto. Fuera estigmas. A estas alturas del partido no nos sorprende, pero de alguna manera lo relatan como si fuese algo extravagante o condenable moralmente: pensábamos que en 2020 ya habíamos superado esos juicios de puritanos.
Sabina: drogas y depresiones
“Todas las drogas deberían ser legales”, dice Sabina en una entrevista antigua. “Yo soy un fumador y entiendo muy bien a Maradona cuando dice que un drogadicto lo sigue siendo siempre”. Claro. Él cree, como Ray Loriga, que “cada vez que uno abandona un vicio, el demonio gana un alma”, y su relato genuino ha funcionado durante décadas porque es un artista que está siempre recuperándose de algo, un artista instalado en la línea en la que confluyen el placer y el dolor, un artista que entiende que la vida mata pero pelea por salvarse sin soltar la copa, y todo eso apela a lo más profundo de la experiencia humana.
Lo canta a voces él mismo: no es una víctima, no lo fue, sí un “superviviente, maldita sea”. Y nunca se cansará de celebrarlo. Esta obra revisa debates obsoletos, como el de la pertinencia de su discurso politoxicómano, y como espectadores a este lado nos quedamos un poco fríos.
“Algunos comunicadores criticaban a Joaquín Sabina porque hablaba explícitamente de las drogas, de los consumos y demás”, dice su amigo Baltasar Garzón. “Para mí ninguna de sus canciones es un enaltecimiento de algo más que de la tolerancia, de la libertad, de la autonomía y de la voluntad. Se ha expresado siempre como creía”. Sólo faltaría que tan entrados en el milenio alguien tuviese de testiculario de hacerle rendir cuentas a Sabina por las rayas pintadas. Qué infantilismo sólo en el planteamiento.
Más interesante resulta cuando su amiga Almudena Grandes habla de sus depresiones. “Es un hombre depresivo. Él habla con naturalidad de esto. Cuando está deprimido, no sale de casa, no ve a gente, está todo el tiempo en la cama… No es amigo de ir al médico y menos al psicólogo. Cuando le dices: ¿por qué no vas?, él te dice ‘porque soy de Úbeda”, explica la escritora. “Es un depresivo que ha convivido durante tantos años con su depresión que prácticamente es una compañera de viaje. La torea bastante bien”.
Cristina Zubillaga
¿Hay un Sabina más allá de sus clubs de putas, de sus whiskerías, de sus heterodoxias, de sus pánicos escénicos, de sus achaques de vividor? Es cierto que de un personaje así, tan explotado mediáticamente, tan forjado como leyenda popular, ya parece complicado contar cosas nuevas, pero ese es el reto: no publicar más contenido de relleno.
En este sentido, el documental sí aporta algo valioso -además de las voces expertas del biógrafo Javier Menéndez Flores y de compadres suyos como Ana Belén, Wyoming, o Pancho Varona-: habla por primera vez Cristina Zubillaga, “la mujer que conoció a finales de los ochenta y que inspiró algunas de sus mejores canciones, como 19 días y 500 noches”. Cristina fue una liberación dentro de la liberación en aquellos años expansivos, postfranquistas, felices, rebeldes, hedonistas hasta decir 'basta' para acallar las décadas de represión.
Sabina había regresado de su exilio en Londres en 1976 y se había instalado en Madrid: a caballo entre un hogar que compartía con la madre de sus hijas, Isabel Oliart, y una curiosidad infinita por la ciudad y sus posibilidades. Ahí apareció Zubillaga, como una tentación que nunca le fue del todo asible.
Lo nuestro duró
Lo que duran dos peces de hielo
En un whisky on the Rocks
En vez de fingir
O estrellarme una copa de celos
Le dio por reír
De pronto me vi
Como un perro de nadie
Ladrando a las puertas del cielo
Me dejó un neceser con agravios
La miel en los labios
Y escarcha en el pelo.
Saluda Cristina desde La Mordida, en Madrid, el restaurante mexicano -hoy propiedad de Sabina- que ella frecuentaba cuando era cafetería. Parece que fue hace siglos. “Era un poco locura. Éramos un grupo de modelos, yo estaba en Madrid, era modelo… pero la ‘antimodelo’, porque mis amigas y yo salíamos mucho y no nos cuidábamos. Trasnochábamos. Teníamos un grupo de amiguitos intelectuales, algún guionista, gente del cine…”, relata. ¿Y cómo conoció a Joaquín?
“Fue una noche de las mías. Yo era un poco loquita de noche. Me perdía de mis amigas y un día aparecí sola en Amnesia, que estaba en la Castellana. Estaba sola en un rincón, tomando una copa o no sé muy bien qué hacía, en qué perdía yo el tiempo allí…”, rememora, con lagunas. “Vi a Joaquín. No sabía muy bien quién era, la verdad. Se acercó porque yo le miraba, le acosé un poco, yo creo. Me dijo: ¿quieres tomar una copa? Yo dije que sí, que claro. Me tomé una copa con él y la noche siguió”, esboza.
Tenían razón
Mis amantes
En eso de que, antes
El malo era yo
Con una excepción
Esta vez
Yo quería quererla querer
Y ella no
Así que se fue
Me dejó el corazón
En los huesos
Y yo de rodillas
Desde el taxi
Y, haciendo un exceso
Me tiró dos besos
Uno por mejilla.
Cristina destaca de Sabina su “caballerosidad”, sus dotes de “atención”. “Era muy atento. Esa noche fuimos a casa de Pancho y acabamos juntos, tuvimos una química muy buena, todo…”, esgrime, en referencia a su primer encuentro sexual. “Pero a mí lo que me gustó, aparte de eso, es que a pesar de todo, hubo sus tiempos, su historia. Y yo dije: mira qué hombre. Le escuchaba y decía: qué majo, cómo habla”.
La casa de las mil llaves
Ella reconoce que “yo para él era una tía buena modelo, y además lo decía: estaba buenísima, me voy con esta tía buena”. “Lo decía en reuniones, hasta que un día cogió el teléfono, me llamó y me dijo: ‘Bueno, aquí hay algo más’”. Aunque ella no lo detalla en la grabación, cuentan los mentideros que Sabina quedó tan prendado de la modelo mallorquina que se la llevó a Cuba a seguir la fiesta. Allí, ella lo acompañó a una reunión de madrugada con Fidel Castro, quien llegó a bromear con el cantante sobre cómo conseguir el número de teléfono de su pareja.
Lo cierto es que, una vez pasado el furor inicial, Joaquín acostumbraba a pasar un poco de las chicas y a centrarse más en amanecer en el sofá con sus colegas después de verbenas infinitas. Así lo cuenta la propia Cristina: aquello era un cachondeo insoportable. Sabina era -siempre ha sido- tan extremadamente abierto y generoso que daba las llaves de su casa a muchos de sus amigos para que entrasen y saliesen con quien quisiesen, a su antojo.
Entre ellos, el estupendo Boyero, que también aparece en este documental: “Era muy placentero; yo vi cómo mi amigo Antonio Oliver y él compusieron 19 días y 500 noches, que es una obra maestra… aquello era un lujazo: yo poniéndome ciego de copas y de otras cosas y viendo cómo hacían su trabajo", relata.
Pero para Zubillaga era demasiado. “Era muy desagradable. Allí me encontré de todo. Quería matar a Joaquín. Me levantaba y me encontraba a gente en la casa: ‘No, es que estoy aquí para enseñarle la casa de Joaquín a esta amiga’, me decía uno. ¡Que era mi casa! Yo salía en camisón. Menos mal que siempre he sido muy presumida e iba muy arregladita, pero era como… ¿y?”.
Y regresé
A la maldición
Del cajón sin su ropa
A la perdición
De los bares de copas
A las cenicientas
De saldo y esquina
Y, por esas ventas
Del Fino La Ina
Pagando las cuentas
De gente sin alma
Que pierde la calma
Con la cocaína
Volviéndome loco
Derrochando
La bolsa y la vida
La fui, poco a poco
Dando por perdida.
El arresto domiciliario y el ictus
Cuenta Cristina que, como Joaquín estaba de arresto domiciliario, tenían que hacer las fiestas en casa. “Fue una Nochebuena. Una fan le acosaba y le acosaba y Joaquín dijo ¡ay, déjame!, y debió darle sin querer con el vaso o algo. La chica le denunció. Fue un accidente. Un mes de arresto domiciliario. Venía la Policía a comprobar que no se lo saltara”, evoca.
Ella no aguantó esa vida y acabó pirándose a su Mallorca natal -contó Joaquín en una ocasión que le dio un 'brote' y que lo dejó de la noche a la mañana durante una estancia en Menorca-, pero cuando se enteró de que le había dado un ictus, “en una hora estaba en el aeropuerto y me cogí un avión para ir a verlo”.
“Me daba igual todo. Me presenté allí, me puse a los pies de la cama. Estaba la madre de sus hijas y Jimena, y dije: aquí estoy yo, me dais igual todas”. “Qué tensión para Joaquín cuando abrió los ojos, ¿no?”, le dice Iñaki López, que conduce el documental. “Sí, sí, fue muy curioso… porque no me dejaban entrar, no por nada… y Jimena me dijo: ¿cuándo te marcharás? Y yo dije: cuando vea a Joaquín. Si es hoy, hoy, si es mañana, mañana. En cuanto lo vea me marcho. Ahí entré y me dejaron verlo. Y me fui".
Dijo hola y adiós
Y, el portazo sonó
Como un signo de interrogación
Sospecho que así
Se vengaba, a través del olvido
Cupido de mí
No pido perdón
¿Para qué? Si me va a perdonar
Porque ya no le importa
Siempre tuvo la frente muy alta
La lengua muy larga
Y la falda muy corta.