Nos hemos puesto guapos esta noche, como en una primera cita, pero en realidad no hace falta: Sabina y Serrat son de la familia y hacen de un estadio nuestra casa. Traen el bombín, los himnos, las chanzas; una complicidad vertiginosa entre ellos, casi un tonteo recién estrenado. Quizá la noticia hoy sea que no han intentado seducir a ninguna mujer -no esta vez-, sino que se han dedicado a juguetear entre ellos, a celebrar que están vivos y que aún les llega la voz -a Serrat menos, todo hay que decirlo-.
Dos horas y media de concierto añorando los tiempos locos, románticos, estupefacientes, poéticos, sórdidos; los años veloces donde se lo bebieron todo y escribieron lo mejor que iban a escribir en toda su vida. Siempre hay un momento de la noche -y de la juventud- donde uno toca el techo de sí mismo. Siempre hay una copa -jamás es la primera- que consigue que el relato se ponga de tu parte.
No han intentado hacer tragar a nadie canciones recientes: se han entregado a los clásicos, a los temas que tejieron con cuidado nuestra educación emocional -ponle un pin parental a ésta-. Se lo montan muy bien con sus roles de poli bueno-poli malo, conocen bien el efecto que generan en nosotros históricamente: todos quisimos casarnos con Serrat cuando descubrimos que no íbamos a poder encauzar a Sabina. Todos quisimos el amor plácido después de la hostia del siglo con el amor lúdico. Ambos fueron fundamentales para hacernos crecer.
“Que se toque la gente, que no lleguen los trenes a la frontera, que sean cariñosas con los clientes las camareras; porque voy a salir esta noche contigo, se quedarán sin beatas las catedrales y seremos dos gatos al abrigo de los portales”, arrancaron, antes de disparar en la segunda canción con un No hago otra cosa que pensar en ti. La verdad es que de galantería saben: a los cinco minutos, el público ya se hacía tirabuzones en el pelo con la sonrisa de medio lado.
Ancianos de veinte, niños de noventa
Contaban los perlas, con la coña en la boca, que habían escuchado a una presentadora de televisión relatando un suceso y hablando de un “anciano” de 64 años. “La muy hija de puta”, y se reían. “Pero todo el mundo sabe que la juventud no tiene edad. Yo conozco a un montón de viejo de viente años”, reprendía Sabina. “Y yo a un montón de niños de noventa”. Queja no tendrán, porque las hembras del público, cada dos por tres, les siguen gritando “guapos”.
Tampoco ocultaron que las mujeres siguen siendo su gran devoción, el gran trabajo de su vida, el centro de toda su obra. “Yo le pregunté a mi querido amigo Keith Richards: oye, vosotros, ¿por qué seguís haciendo conciertos por dinero? Y él me respondió: ¿y qué hay de las chicas y de la cerveza?”, relataba Joaquín, y Joan Manuel recogía el guante: “Nosotros, de vez en cuando, somos invitados por nuestras queridas familias a abandonar el calor del hogar… y nos vamos de gira. Porque nos pone salir de gira. Conocer lugares nuevos y volver a los de siempre”. “Y lo hacemos juntos porque, como decís los catalanes, trabajando la mitad, ganamos el doble”: venga bofetada sin mano de Sabina.
Aves de paso. Lo niego todo. Qué hermosas eran. La Magdalena. De Serrat, Es caprichoso el azar, Tu nombre me sabe a hierba, Cantares, Lucía -“no hay nada más bello que lo que nunca he tenido, nada más amado que lo que perdí”-. Y un hermosísimo Mediterráneo presentado por el compadre Sabina: “Fui a conocer al Mediterráneo, que es un señor muy viejo y muy cascado, muy sucio, lleno de huevos, de plásticos… hasta de cuerpos de pobres inmigrantes subsaharianos a los que la culta, noble e ilustrada Europa deja morir como a ratas”, esbozó Sabina, con el aplauso de los suyos. “El caso: que fui a preguntarle si le gustaba la canción que le había dedicado Serrat, y me dijo que no tenía la menor idea de qué era eso. Que no la había escuchado en su vida. Que a él le gustaba el reguetón”.
Envidia y talento
19 días y 500 noches: la primera que puso al auditorio en pie. Peces de ciudad. Princesa. La del pirata cojo, que iba con recadito: “No soy un fulano con la lágrima fácil, de esos que se quejan sólo por vicio. Si la vida se deja, yo le meto mano, y si no, aún me excita mi oficio”. Y era verdad: uno miraba al escenario y veía a dos viejos capos, felices con sus travesuras, convencidos del poder de sus canciones, seguros, hermanados, gamberrísimos. En su salsa. “No somos amigos, es márketing… y parece que funciona”, vacilaba Serrat. “Es verdad, no somos amigos. Hay dos cosas muy importantes que me lo impiden: mi envidia… y su talento”, cerraba Sabina.
Señora. Y sin embargo. Hoy puede ser un gran día. Noches de boda. Ojos de gata. Romance de Curro El Palmo. Y nos dieron las diez. Nanas de la cebolla. “Como ustedes bien saben, yo de joven estuve en Londres. Tocando en el metro, en lugares de bajísima estofa. Y yo tocaba canciones de Joan Manuel Serrat. Ni en mis sueños más ambiciosos habría pensado que podría tocar, frente a frente, con mi maestro”, dedicaba Joaquín. Ellos se admiran de toda la vida; nosotros hacemos lo propio con el símbolo y el cuate. Paraulas de amor: qué belleza. “¡Y pensar que éste la escribió con 22 o 23 años!”, pinchaba Sabina, henchido de orgullo.
Se despidieron con Pastillas para no soñar: “Deja pasar la tentación, dile a esa chica que no llame más… y si protesta el corazón, en la farmacia puedes preguntar: ¿tienen pastillas para no soñar?”. Ya lo saben ustedes: si lo que quieren es existir cien años, no vivan como viven ellos… pero ya soplan más de setenta y siguen toreando en todas las plazas. Mañana más.