Los 90 eran un país extraño. En una de sus orillas boqueaban moribundas las hombreras y las medias de rejilla, apenas a unos metros de los guantes sin dedos o los calentadores, ya cadáveres. En la otra, entre collares de surfero, mechas muy marcadas y gafas de sol pastilleras, asomaba la juventud peor vestida de la historia. Una juventud que había olvidado en un trastero resentido el cubo de Rubick, los juguetes de Star Wars, Barrio Sésamo o el heavy metal y abrazaba una nueva religión, la de la electrónica, cuyos primeros dioses eran la Game Boy, el walkman, los ordenadores y, para asombro de Occidente, unos extraños huevos japoneses llamados Tamagotchi.
Un buen día llegamos a clase y todo el mundo tenía uno. Como el mullet o las Rebook the Pump. El Tamagotchi era un pequeño divertimento tecnológico que, a modo de estallido, de la noche a la mañana, se convirtió en fenómeno social. Algo similar a lo sucedido con Pokémon GO en 2016, pero entre adolescentes de verdad. Hoy en día resulta de lo más natural que la gente se embobe mirando un aparato digital en la palma de su mano, pero a mediados de los 90 aquello era lo más parecido a una revolución zombie.
Steve Urkel relinchaba en la tele, Tom Cruise se aventuraba en su primera Misión Imposible, Harry Potter asaltaba las librerías, Michael Jackson emblanquecía por momentos y el último paso hacia la pubertad se llamaba Tamagotchi. El invento consistía, básicamente, en una especie de mascota virtual de silueta torpe y movimientos tacaños a la que había que alimentar, a la que había que bañar y con la que había que jugar demasiado a menudo. Incluso le echabas un vistazo clandestino durante la clase para comprobar si estaba bien, como un novio bobo y absorbente. Y no cabía la posibilidad de desatenderlo o descansar de él porque, si faltabas a tus obligaciones, que eran muchas y constantes, el bicho se moría.
Steve Urkel relinchaba en la tele, Tom Cruise se aventuraba en su primera 'Misión Imposible', 'Harry Potter' asaltaba las librerías y el último paso hacia la pubertad se llamaba Tamagotchi
Para algunos, en cualquier caso, ahí estaba la gracia. En el ensañamiento virtual. En el sadismo sin consecuencias. El Tamagotchi daba rienda suelta a las perversiones más primitivas de la adolescencia sin que saltasen las alarmas. Lo decía Manuel Rivas en una columna en El País en 1997: por 2.500 pesetas, con el Tamagotchi adquirías también “la idea del mal y de la muerte”. Esa crueldad que resultaría repugnante e inmoral con una mascota de carne y hueso se volvía impune y feliz si el animal al que matabas de hambre iba a pilas. Bastaba con pulsar un botón y volver a empezar. Algunos días, en pleno verano, lo único que hacías durante horas era torturar y asesinar a tu muñeco. Incluso sin querer, abandonándolo en un rincón injusto.
Para otros, sin embargo, el Tamagotchi era toda una responsabilidad. Había algo tierno e inocente en la paradoja de querer crecer y ser adultos y tener responsabilidades a través de un juguete que nos ataba irremediablemente a la infancia. Era como una aplicación didáctica que te abultaba en el bolsillo y no se podía minimizar. Pero a todos nos maravillaba porque aquello —como el tiempo se encargó de desmentir— era el futuro.
Y el futuro, o mejor dicho, los ejecutivos del futuro, si algo saben hacer es echar la vista al pasado. Concretamente, a la segunda mitad de la década de los 90. Porque los que en aquella época eran adolescentes median ahora la treintena, han crecido cargando sus habitaciones de cachivaches y hoy en día, por fin, tienen un sueldo propio para gastárselo en las chorradas que les dé a gana. Por eso vuelve el Tamagotchi. Por pura nostalgia.
Bandai ha decidio relanzar al mercado su criaturita virtual con el mismo formato, aquel llavero con forma de huevo, tres botones y una pantalla rácana en píxeles, para hacer caja satisfaciendo los apetitos de la melancolía. El mismo motivo por el que hace unos meses se agotaron las existencias de la NES mini en cuanto Nintendo la puso a la venta, o por el que el Nokia 3310 triunfó en el último congreso mundial del móvil de Barcelona o por el que ha vuelto el walkman: por la adherencia irresistible de lo retro.
Vuelven los 90. El próximo 13 de mayo, por ejemplo, se celebra en Madrid un festival llamado “Love the 90’s” cuyo eslogan es “ven al mayor festival europeo de los años 90 que nunca pudiste vivir en los 90”. Su presentador será Fernandisco. Actuarán, entre otros, OBK, Rebeca, Jenny de Ace of Base, Corona y Chimo Bayo. Y la cita se repetirá en Valencia en junio y Barcelona en julio. El revival de los 90 es un hecho. Si por la calle ya hemos vuelto a ver cazadoras bomber, collares choker o pantalones rotos con camisas de cuadros, pronto nos encontraremos rodeados de piercings en el ombligo o carpetas forradas de fotos en los institutos.
Para los que éramos adolescentes en aquel entonces, los años 90 fueron como nuestra primera moto o nuestro primer coche. Aquel que te compraste de segunda mano y, en un abrir y cerrar de ojos, se quedó anticuado. De algún modo, tenías la sensación de que el futuro te había cogido con el pie cambiado. Y te quejabas de él y reconocías que era una horterada y estabas deseando dejarlo atrás, pero qué diablos, siempre será tu coche. Igual que la de los 90, por muy extraña que fuese, siempre será nuestra década.