El silencio manda en el teatro que tantas veces vibró con su voz. Sobre las tablas, decenas de coronas de flores componen una escena barroca. Dos hachones dan una tenue luz al espacio en el que una gran fotografía de Juan Peña ‘El Lebrijano’ roba el protagonismo a un féretro con los restos del artista. Es el triunfo de la vida sobre la muerte. El legado eterno frente a la vida efímera.
“Juan no se quería morir, estaba convencido de que volvería a los escenarios”, confesaba su sobrino Pedro Peña, el guitarrista que tantas veces lo acompañó a lo largo de su carrera. Soñaba el Lebrijano con llevar al flamenco los versos de Rabindranath Tagore, el Nobel bengalí, “su poeta favorito”, confirma su amigo, el flamencólogo Paco Herrera.
Él, que tantos jaleos vivió con Juan, lo define como un “flamenco irrepetible”. “Era la genialidad hecha hombre”, sentencia. “Ninguno de los flamencos actuales tendrá jamás la ganas de investigar que tenía ‘El Lebrijano’, que marcó un antes y un después en la historia del cante hondo”, añade el experto, que se planta delante el cuerpo de su amigo.
Las exequias del artista llegaban a su Lebrija natal en torno a las dos de la tarde. Después de un breve recibimiento por parte de la corporación municipal a las puertas del Ayuntamiento, el cortejo fúnebre se dirigió al teatro Juan Bernabé, donde apenas media hora después quedaba instalada la capilla ardiente.
La familia sobre el escenario iba recibiendo las muchas muestras de apoyo. Primero, los amigos; luego, personalidades de las artes y la política. A las seis, un pleno municipal del ayuntamiento de Lebrija decretaba tres días de luto oficial y la suspensión de la inauguración de la Caracolá Lebrijana, uno de los festivales flamencos de referencia que sitúa a este municipio del Bajo Guadalquivir en la escena nacional. Apenas media hora más tarde, la presidenta de la Junta de Andalucía colocaba sobre el féretro la bandera verdiblanca. La enseña andaluza compartía espacio con la lebrijana y la del pueblo gitano.
Cortejando el féretro, dos guardabrisas y otros dos candelabros de la hermandad del Ecce-Homo, los Gitanos de Lebrija, corporación a la que el artista estaba íntimamente ligado. Entre sus familiares, su mujer, Pilar Soto, con quien Juan Peña —separado de la bailaora Concha Cortés— llevaba conviviendo más de treinta años. También sus hijos, Juan y Anabel, demás hermanos y allegados. Muchos, por lo extensa de la saga.
El Lebrijano siempre fue un defensor de la causa gitana y no dudó en llevarla a la misma presidencia del Gobierno en tiempos de Felipe González
Juan Peña proviene de una larga estirpe flamenca, los Perrate de Utrera. Su madre María La Perrata inocularía en el cantaor los genes que comparte con artistas como Perrata y Perrate, Fernanda y Bernarda de Utrera, Bambino, Turronero, Gaspar de Utrera, Miguel Funi, Diego del Gastor, Pedro Peña, Pedro Bacán o Dorantes, entre otros.
“Juan es el más intelectual de los cantaores flamencos, casi a la altura de Antonio Mairena”, explica Paco Herrera. “Su cante es patrimonio de la humanidad. No se limitó a ser un reproductor, fue un creador, un innovador”, defiende. “Y tuvo la valentía de hacer música con el flamenco, comprometiéndose al mismo tiempo con la cultura gitana”, añade.
El Lebrijano siempre fue un defensor de la causa gitana y no dudó en llevarla a la misma presidencia del Gobierno en tiempos de Felipe González, a quien le unía una gran amistad. Sus allegados recuerdan las muchas fiestas que el expresidente organizó en su bodeguita de Doñana. También en Moncloa, donde por la mediación de González, el cantaor pudo conocer a uno de sus escritores más admirados, Gabriel García Márquez. Con el tiempo, la relación entre el de Lebrija y el Nobel colombiano se iría fraguando hasta concretarse en un disco, el último de la carrera del artista. Lo titularía ‘Cuando Lebrijano canta se moja el agua’, una célebre síntesis que el escritor le brindaría en uno de sus encuentros. Quienes presenciaron el momento narran que el periodista la escribió en una servilleta. Algo improvisado. Quizás la mejor descripción de cuantas se han hecho del cantaor de Lebrija.
Su chalet de Lebrija ha sido testigo de numerosos encuentros con personajes variopintos. De ministros a jeques árabes. Jaleos que se dilataban horas y donde Juan Peña hacía gala de su cante. “Podía estar horas en un rincón, alejado de la gente, hasta que se decidía a cantar. Y así horas y horas”, detalla Herrera, que ha vivido innumerables saraos flamencos con el Lebrjano. “Lo que más le gustaba era cantar bulerías de Lebrija, un palo que tenía mucho de Jerez pero con sabor a caracoles”, puntualiza. “Y después de él, cualquiera se atrevía a cantar”, detalla. “Era insuperable”, apostilla.
Con Juan las fiestas podían llegar a durar días. Su boda se alargó todo un fin de semana. “Y como buen flamenco, o venía el duende o no venía; y cuando venía…”, recuerda el experto.