En la "guerra de los mundos" del vino no hay alienígenas, y aún así puede parecer ciencia ficción. En realidad, es más fácil de lo que parece.
La designación de Viejo Mundo se refiere básicamente a los vinos de Europa, donde el cultivo de la vid y la elaboración tradicional de vino se remonta a varios siglos atrás. A los productores más veteranos: Francia, Italia, España, Portugal, Alemania, Austria... Lo que viene siendo la vieja Europa. Mientras que el término Nuevo Mundo incluye los vinos de América, Sudáfrica y Oceanía, regiones con menos tradición histórica en el trabajo de las viñas, pero no por ello menos interesantes. Australia, Sudáfrica, Nueva Zelanda, Argentina, Chile, Uruguay y Estados Unidos, entre los más notables.
El Viejo Mundo soporta el peso de la tradición, pues allí se encuentra la esencia de la viticultura. De sus tierras salieron las uvas que colonizaron el planeta y la historia de sus viejos viñedos es imposible de reproducir en ningún otro lugar del mundo. Los vinos europeos se elaboran pensando en envejecer con dignidad, buscan la elegancia en la acidez, se afinan con arte en la barrica.
El Nuevo Mundo, por su parte, no se aferra a las tradiciones porque no las tiene, y mira sin miedo hacia el futuro. Las regulaciones en el viñedo son escasas más allá de la vieja Europa, donde se promueve la originalidad y el consumo democrático. Son vinos para todos los públicos. Para beber aquí y ahora.
Los productores de nuevo cuño elaboran referencias que son, a menudo, radicalmente distintas en matices y en pensamiento, lo cual supone un “peligro” latente para los elaboradores asentados en la Europa costumbrista, que ven comprometida una parte jugosa parte del pastel: los mercados de exportación.
Ahora que sabemos lo más básico, generalizar se nos antoja una herejía en un mundo global como en el que vivimos, donde los límites se difuminan y los estilos se entremezclan para ofrecer un sinfín de posibilidades en la copa. Ahora bien, si aún así queremos indagar a fondo en las particularidades que definen (y diferencian) a ambas regiones vitivinícolas, existen tres parámetros a tener en cuenta. Los explicamos:
- Lo primero que debemos saber es que los vinos del Viejo Mundo están orientados, hoy en día y en general, hacia un consumo clásico. Son vinos frescos, sutiles y terrosos, que se apoyan en una filosofía new age de maderas moderadas e integradas. Aunque esto no siempre fue así, serrines aparte, la crianza actual en Europa camina hacia un uso delicado y sutil de la barrica, hacia vinos elegantes y equilibrados, con niveles de acidez superiores marcados por climas, en general, más frescos. Vinos menos robustos, con graduaciones alcohólicas más bajas que, aunque se suelen acompañar de comida, pueden tomarse en cualquier momento del día. O al menos, en eso estamos.
- En el Nuevo Mundo, la extracción y el color se consideran atributos positivos. Sobre todo, hace unas décadas. Debido a las condiciones climáticas, los vinos de estas regiones suelen presentar mayor producción de azúcares y, por tanto, mayor graduación alcohólica, lo que se traduce en más color, aromas más intensos, menor sensación de astringencia y mayor golosidad en boca; estructuras más corpulentas y menor nivel de acidez, que responde a una mayor maduración polifenólica. En estos países se tiende a “maderizar” los vinos. Los aromas terciarios, los que aporta la crianza en barrica, son a veces demasiado evidentes. Vainillas y mermeladas a cascoporro, vaya.
- Mientras que el Viejo Mundo mira al suelo y se obsesiona con el terruño, el Nuevo Mundo presta atención a la sigularidad de la uva y presume de carácter varietal, incluso cuando los decanos les acusan de olvidarse del terroir. La tierra es para la vieja Europa lo que la fruta desnuda para los nuevos países del vino: un todo. Cada viñedo se expresa de una forma diferente, lo mismo que cada variedad, permitiendo infinidad de vinos extraordinarios. De los primeros no tenemos duda, siglos de saber hacer los avalan. Los segundos aún tienen que convencer a los incrédulos que siguen viendo a estas regiones incapaces de elaborar grandes vinos. Aunque eso ya esté cambiando. Las nuevas tecnologías, las crianzas sin complejos y la filosofía del placer y el hedonismo que proclama el Nuevo Mundo están dando lugar a vinos modernos y expresivos, a la altura de esos “vinosaurios” no extinguidos. Sea como fuere, el debate siempre genera riqueza, y la riqueza, nuevos retos.
Fronteras difusas
Tal y como asegura Jancis Robinson en su último libro, en el siglo XXI las diferencias entre Europa y el resto del mundo se han difuminado. “A finales del siglo XIX los aficionados al vino nos obsesionamos con las diferencias entre los productores de vino europeos y los demás, y observamos que los vinos del Viejo Mundo tendían a ser inicialmente más sutiles y luego más persistentes que sus homólogos del Nuevo Mundo.
Los vinos del Viejo Mundo se etiquetaban con nombres geográficos, las denominaciones de origen, mientras que el otro mundo indicaba la variedad de uva”, asegura la crítica y periodista de vino británica.
En aquel momento, la tecnología del Nuevo Mundo contrastaba con las tradiciones manuales europeas, y se empezó predicar que la limpieza estaba al mismo nivel que la fruta entre los atributos deseables de un vino. Hoy, continúa Robinson, “un vino ya no se mide por el número de nuevas barricas pequeñas de roble que el productor compra cada año, ni por la madurez de las uvas en el momento de la vendimia”.
En cualquier lugar del globo la graduación alcohólica se reduce, las barricas viejas de mayor tamaño y el hormigón están más de moda que el roble nuevo, y todos los productores de vino, independientemente de donde se encuentren, viajan para ver lo que se está haciendo en otros lugares y cuentan con su propia red de contactos en todo el mundo. “Todos aprenden algo de los demás y estén donde estén parecen compartir los mismos ideales: transmitir la expresión de un lugar con tanta precisión como sea posible, con la mínima intervención en bodega”.