Una pintura de la artista Ram Han.

Una pintura de la artista Ram Han.

Opinion Cocinillas

En contra (y a favor) de la comida divertida o por qué los 'running sushi' son una trampa existencial

Estos 'buffets' japoneses giratorios son un curioso ejercicio ciberpunk de sumisión, exhibicionismo y marketing gastronómico.

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El martes me dejé llevar (otra vez) por la carátula de la vida. De la vida en Madrid, concretamente. Ese revestimiento superfluo, azucarado y prometedor que tienen a veces las cosas. La existencia y sus clickbaits me condujeron a un restaurante que se vendía como 'Sala de aislamiento' y recordaba estéticamente a un manicomio o a la icónica Sala de Despiece; pero que resultó ser otro local chic ambientado en Alicia en El País de las Maravillas. ¡Sorpresa! 

Los enormes vasos de cóctel con forma de flamenco, geisha y gato de Cheshire que custodiaban la barra (quizá del artista José Piñero) debieron habernos hecho sospechar. ¿Qué esperábamos, en realidad? ¿Qué tipo de vivencia (en el sentido que desarrolla el filósofo Byung-Chul Han) buscábamos encontrar? "¡Seguro que este lugar de decoración excéntrica e instagrameable me garantiza una velada mítica!". "¡Un sitio con paredes de espejos metalizados es exactamente el tipo de catarsis que necesito!". 

Tras flanquear la recepción llegamos a un comedor alargado con dos filas de mesas divididas por una cinta transportadora de sushi. ¡Otra sorpresa! Sólo había estado un par de veces en estos buffets japoneses giratorios: el Running Sushi de la madrileña Plaza de los Cubos y uno random de Londres. 

El restaurante 'Running Sushi in Akihabara' de Madrid.

El restaurante 'Running Sushi in Akihabara' de Madrid. Running Sushi in Akihabara

Me senté con una sonrisita pizpireta en la mesa asignada. Justo a mi derecha, tan cerca que podía tocarla sin estirar el brazo, estaba la vitrina transparente por donde iban desfilando, uno tras otro, cada platillo de la carta: en la parte inferior los fríos, en la superior, los calientes. ¡Qué guay!, pensé, extasiada, ebria de estímulos culinarios. No podía parar de observar el baile autómata de los makis a mi alrededor, la marcha militar y machacona del arroz tres delicias. Las luces de neón del cuarto, casi estrobocópicas, sólo aumentaban aún más la hipnosis.

Los llamados 'running sushi' (o kaitenzushi, su nombre original en japonés) son un curioso ejercicio ciberpunk de sumisión, exhibicionismo y marketing gastronómico. La comida da vueltas en círculos sin otro propósito que seducir silenciosamente a los comensales. En esa redundante danza marcial, los platos se muestran tal y como son, pero sólo por unos segundos. 

Hay que escoger rápido: después puede ser demasiado tarde. "¡Elígeme a mí, soy una ridícula porción de cerdo agridulce a un precio injustamente elevado!". Pues claro que sí. Claro que me dejé todo mi dinero en ese delirante striptease culinario que reemplaza al cálido servilismo del camarero de siempre por el gélido cortejo de la máquina.

Una fotografía antigua del primer 'kaitenzushi' de Yoshiaki Shiraishi.

Una fotografía antigua del primer 'kaitenzushi' de Yoshiaki Shiraishi. The Asahi Shimbun

De hecho, así nacieron los kaitenzushi, como una forma de ahorrar tiempo y reducir gastos contratando menos empleados. Yoshiaki Shiraishi, su creador, abrió el primer negocio de este tipo en 1958 en Osaka. Tuvo mucho éxito, llegando a administrar una cadena de 240 restaurantes por todo Japón. Algunos le aplauden por haber transformado una comida por entonces lujosa, reservada a unos pocos, en una opción popular y asequible, al alcance de todo el mundo. Otros lo critican porque consideran que dinamitó ese 'aura' o 'exclusividad' que lo convertía en un plato especial y solemne, reservado únicamente para fechas señaladas.

Vuelvo a mirar a la cinta del sushi. Siento que, a su manera, me devuelve la mirada. Llevamos ya consumidos cinco platillos, a cinco euros cada uno. Pienso en Motoman, el primer 'camarero-robot' que se introdujo en la hostelería, allá por 2010, en un restaurante de Bangkok. Desde hace un tiempo estos androides también han comenzado a proliferar en algunos locales de España, incluso en fondas centenarias, como La Butibamba Carmelita de Málaga.

Pienso en la inteligencia artificial, el transhumanismo, en lo guapa que estaba Scarlett Johansson en Ghost in the Shell, en ChatGPT y si en algún día las máquinas trabajarán de verdad para nosotros y tendremos más tiempo para vivir, abrazar, viajar, escuchar, atiborrarnos a sushi o, simplemente, no hacer nada. Nada de nada. 

Pienso también en la progresiva pérdida de eso que nos hace humanos, en las máquinas de autopago del Bershka, en las apps de citas, en que cada vez más personas se sienten solas en una sociedad ultraglobalizada e hiperconectada (un 22% de los españoles, según un reciente estudio). El sushi, mientras tanto, sigue girando, spinning around, como esa canción de Kylie Minogue

El pan de gambas atrapado tras el cristal me hace pensar también en cómo dejamos de 'cazar' o cultivar nuestra propia comida. Y en la violencia y el sometimiento que hay en la caza o en la macroproducción de alimentos frente al amor y el respeto que hay en el cultivo controlado o en las microproducciones agrícolas y ganaderas. El edamame, aprisionado en la vitrina, bailando estúpidamente para nosotros, me recuerda a esa sumisión cruel de la cacería o la tauromaquia, a ese distanciamiento de lo humano y lo 'terrenal': el olvido de una mirada fraternal y cálida hacia lo que nos rodea

Vuelve a mí la idea de la dominación: un running sushi, ¿no se parece un poco a esos peep shows o cabinas eróticas donde las mujeres se desvisten y bailan sexualmente para los clientes, que las observan a través de un cristal de visualización? "Agrega un elemento de diversión a la comida", decía Toyoo Tamamura, autor de un libro sobre el kaitensushi, a Los Angeles Times. ¿Hasta qué punto hemos llevado la diversión y el placer? ¿Por qué, cada vez más, todo tiene que ser ameno o entretenido? Un pasatiempo por evasión patológica no es lo mismo que un ocio sano, necesario y constructivo.

Pierdo la cuenta de los platillos que hemos 'cazado' y un camarero nos trae la cuenta para invitarnos, educadamente, a irnos. Me despido del restaurante aturdida, rígida, medio abducida. Quizá sí era, después de todo, una 'sala de aislamiento', un espacio donde los comensales son apartados de la realidad más inmediata para plantearse movidas existenciales aderezadas con salsa de soja. Como la cinta transportadora, mis pensamientos no paran de rodar y rodar en mi cabeza en un absurdo flujo constante: sólo giran sobre sí mismos en un idéntico trayecto obsesivo, sin llegar jamás a ninguna conclusión o sentencia a la que podamos llamar, al menos, y de una vez por todas, verdad.