Todos hemos sido Jordi Roca en algún momento. Concretamente, en nuestra tierna y dulce, extradulce infancia, cuando el verano nos daba mucho tiempo de ocio y muchas ganas de comer helado. Ahí, justo ahí, todos los niños de España fuimos Jordi Roca sin ser Jordi Roca, por entonces, el repostero de España.
Cada uno recordará su selección de helados de infancia y tendrá sus preferencias guardadas en el disco duro de su hipocampo. El polo Drácula, el Colajet, el Pirulo tropical —niño, no comas polos de hielo, que eso no tiene más que guarrás—, el Mikolápiz, —qué bueno cuando la mina de chocolate tenía un poco de aire y en vez de ser maciza era una fina capa de chocolate crujiente—, la copa de Brasil, el helado al corte de casa de la abuela y esos limones, naranjas y piñas heladas que nunca sabías muy bien cómo empezar ni había ovarios ni capacidad en tu estómago para darles fin.
Cada uno recordará su selección y cada uno rememorará con cierta guasa su pequeño ritual con el helado. Estaban los que se comían el bombón a bocados o los que íbamos desmenuzando con cuidado la capa de chocolate para después comernos la crema. Dos bandos unidos por la bajona que te daba cuando se te caía un pedazo de chocolate al suelo.
Cuando era un helado de tarrina, una Copa de Brasil —que, a pesar de tener café, nadie te pedía acreditar tu edad para comértela— o un Mikolápiz, algunos tiraban el envase y a otros nos encantaba dárnoslas de inventores y enjuagar el tarrito en la fuente para echarnos un trago de agua. No sé por qué no me acabé dedicando a la ingeniería industrial.
Luego estaban los helados de fiesta. Esa carta de helados regios que superaban los cuarenta duros y cerraban una comida de cordero asado o plato combinado de marisco en el mesón favorito del abuelo. Había dos grandes equipos: los de la Comtessa y los de la tarta al whisky. Yo fui equipo Comtessa, helado al que nunca llamé Viennetta y hoy mismo acabo de descubrir que por mucho que en España le dijéramos Contesa, con ene y una ese, el nombre era “condesa” en catalán. Qué felices tiempos sin nacionalismo.
También había un tercer equipo, silencioso pero no minoritario: el de las abuelas y los helados en tarrina de barro. Todos sabemos que se lo pedían por el premio: la tarrina de barro. Pasadita de servilleta y al bolso, y cuando ibas a su casa te encontrabas ese recipiente lleno de natillas coronadas con una galleta María. Pasión por el reciclaje.
Era verano y teníamos mucho tiempo y mucha creatividad. Nos encantaba ser inventores y si nuestro invento tenía azúcar, la imaginación se desataba. Nos compraban moldes de helados y ahí hacíamos nuestra magia. Había que rellenarlo de todo lo imaginable, la única condición era que fuera muy dulce. Así que poníamos horchata, leche con Nescafé, leche con cacao, zumos de todo tipo, yogures y Petit-Suisse. Los de Petit-Suisse, conocedores de este furor nuestro, lanzaron una promoción de verano de palitos para que pinchases sus yogures y los congelases directamente. Fue un poco como decirnos “quita, que tú no sabes”, pero recibimos el obsequio con alegría.
Como la cabeza nos hervía de ideas, a veces poníamos todos estos rellenos creativos en cubiteras con un palillo mondadientes que haría las veces de palo del polo. Siempre acababa torcido y desmoldar aquello con éxito era imposible. Le poníamos al asunto más ilusión que I+D.
De haber tenido internet por entonces, me hubiese vuelto loca haciendo las ocho recetas de helado de fruta que propone en este artículo de Cocinillas Mer Bonilla. O el helado al corte de chocolate de Gipsy chef en “Bestial!”, que usa como molde un tetrabrik de leche. Pero como no teníamos internet, ni sabíamos siquiera lo que era un recetario, compartíamos todas nuestras pócimas de boca en boca.
Salíamos a la calle a jugar, con nuestro polito de Nescafé con leche o aquel cubito de yogur que te duraba un suspiro. Estabas orgulloso de tu creación y podías permitirte invitar a tu vecino a tomarse el último helado que habías incluido en tu amplia carta. Le contabas tu receta, sin escatimar en el detalle, cantidades e ingredientes: “coges un yogur y le pinchas un palo”, porque no había competitividad, querías que a él le saliese rico. Hoy por ti, mañana por mí.
Si son muchas son las historias de éxito empresarial que nacieron en un garaje, aún no me explico por qué no reventamos a Frigo desde la cocina de nuestra casa.