Una de las mejores cosas que tiene un regalo es el momento de la explicación. Es decir, ese momento en el que la persona que regala le cuenta al obsequiado por qué ha elegido eso, qué le pasó mientras lo buscaba, cómo se le ocurrió regalárselo o dónde lo ha comprado.
Ese storytelling improvisado contribuye, y no en poca medida, a que un regalo sea redondo o un auténtico fracaso. Es muy distinto decir “estos cuenquitos de cerámica te los ha hecho el último ceramista de Trebujena” a “es una tontada, son sólo unos cuencos, si no te gustan, puedes cambiarlos”. Dos maneras muy distintas de recibir los mismos cuencos.
Algo así pasa cuando comemos y bebemos. Y no descubro nada al decir que de ahí viene el éxito de la venta de productos tras una cata o visita guiada al centro de producción. Por eso, un vino, un aceite, un queso, o pon aquí el producto que quieras, deja de ser sólo vino, aceite, queso, o pon aquí el producto que quieras, cuando te lo han explicado. Cuando sabes qué matices buscarle en su sabor. Cuando has visto el making-of.
Al hilo de esto mismo, de comunicar, una de las cosas que me ha sorprendido de las pasadas jornadas de Madrid Fusión ha sido la autocrítica de los sumilleres. Juan Ruiz-Henestrosa, exsumiller de Aponiente y artífice de la hamburguesería Little John (Rota), reflexionaba sobre la oportunidad que se estaba perdiendo en la sala de acercar el vino al cliente. Y esto venía por no saberlo comunicar, por no hacerlo accesible, por perderse en tecnicismos o en datos elitistas.
En la misma dirección iba, en otra ponencia distinta, David Robledo, sumiller de Ambivium (Peñafiel). Él hablaba de abandonar ya la imagen del sumiller como ese personaje temido y estirado que se te acerca a la mesa, no lo entiendes y encima te acaba pegando el sablazo.
El sumiller es un guía exprés. En esos escasos minutos que está ante el cliente, debe formular las preguntas clave que más opciones descarten —como cuando jugábamos al ¿Quién es quién?— hasta dar con ese vino que el comensal quiere, pero aún no sabe que lo quiere. Con unas pocas preguntas sabrá si prefiere una armonía complementaria, de contraste o atrevida. Si entiende algo de vinos. Si conoce las D.O de la carta. Si ha venido a jugar.
Contadnos el vino, qué sensación nos producirá tomarlo con ese menú. Nos encantan las anécdotas, así que seguro que la bodega, el productor o la zona, tienen algo llamativo. Y habladnos recto y claro, esto también incluye el precio. Dejemos el pudor absurdo a hablar de dinero, cuando todos sabemos el miedo que se pasa al pedir un vino “dejándote aconsejar” sin mirar lo que cuesta. Hemos ido a vuestro restaurante a disfrutar, así que ponédnoslo fácil.