Desde que el mundo es mundo, existe el hambre. Hambre entendida como la necesidad de comer y hambre en el sentido de escasez de alimentos. Por eso no es raro que cualquier recetario, venga de la cultura que venga, sea de la época que sea, haya tenido vocación de aprovechamiento en no pocas de sus recetas.
Si la cocina tiene esa disposición, la de evitar el desperdicio, ¿por qué nosotros, actores y creadores de esa misma cocina, tendemos a romper con una costumbre tan laudable derrochando alimentos en alguna otra fase del proceso.?
Hemos sido nosotros —los mismos que nos inventamos las croquetas para salvar la carne sobrante de un cocido, o quienes con un poco de pan duro, vinagre, agua y sal hicimos el primer gazpacho—quienes impusimos también unos cánones de belleza en la comida. Unos cánones que dicen que un alimento no estará en nuestro plato cuando es feo, pequeño o de un color distinto al que hemos pactado, sin que esas características tengan nada que ver con su comestibilidad.
A lo largo de la historia hemos comprobado que un alimento golpeado, torcido o de un tamaño no estandarizado también alimenta. Y muchas, muchísimas veces, ni siquiera tiene otro sabor. Incluso cuando ha tenido otro sabor, le hemos sabido sacar partido con otra elaboración. Hemos comprobado de sobra que el tomate sabe a tomate aunque no sea una esfera roja perfecta, y que una acelga con un agujerito no sabe a rota.
Nos llevamos las manos a la cabeza cuando un niño que no ha visto un pollo de ninguna otra manera que asado no sabe dibujarlo como existe en la naturaleza, pero no somos capaces de vernos a nosotros, tan adultos, tan leídos, tan ridículos descartando una verdura porque no es como estamos acostumbrados a encontrarla en el lineal del supermercado.
Pensaba en todo esto, precisamente, mientras miraba Instagram, la red social del mundo de las cosas, comida y personas bellas. En Instagram me topé con las publicaciones de Rafael Monge, a quien sigo desde hace tiempo. Rafa, de Cultivo Desterrado, es un agricultor de Sanlúcar de Barrameda que cultiva en navazo, un sistema tradicional en terreno arenoso regado con agua salina sacada de un tollo.
Una huerta salada peculiar también en la calidad de sus productos, muy apreciados en la zona. Su producción no es alta, así que para agricultores como él que las inclemencias meteorológicas provoquen cualquier malformación, rotura o defecto en los vegetales, supone unas pérdidas considerables.
Sin ánimo de querer adoptar yo el discurso de un gurú de veinte duros, puedo asegurar que Monge ha transformado un problema en oportunidad. Una oportunidad creativa donde se ha propuesto darle salida a esas verduras feas y deformes.
Rafa se presenta siempre en sus vídeos como “sinvergüenza y sin complejos” y es esto lo que está haciendo ahora con sus verduras, desacomplejarlas. A través de su Instagram y la fotografía de Agustín Gómez, nos enseña vegetales feos, deformes y rotos tratados como obras de arte. Y de tanto verlos, llega un momento en que ya no recuerdas si viste una zanahoria “normal” o una zanahoria con cinco patas, porque lo que tu cerebro ha procesado ha sido una zanahoria. Punto pelota.
Rafa trata la verdura amorfa como una obra de arte única. “Es efímera e irrepetible, no va a haber otra verdura con esa malformación idéntica”, me dijo cuando hablé de este proyecto con él. Pero lo que le interesa, además de que nos acostumbremos a ver verduras deformes, es que acaben en nuestro plato.
Ya ha sido capaz de hacerte pensar que un rábano con una magulladura no es feo, ahora te va a demostrar que, además, se puede hacer una buena receta con él. Y ahí es donde entra Luiti Callealta, del restaurante Ciclo, un restaurante abierto este diciembre en Cádiz.
Callealta cocina estas verduras feas de navazo y te lo hace saber para que veas que esa remolacha ahuevada, o esos rábanos deformes sólo son defectuosos en tus ojos. Para él son un reto: el de que una vez te los hayas comido, compruebes que lo único que no es normal, es descartar un alimento que alimenta.