Al principio de la pandemia del coronavirus, vi a gente decir que esto era una llamada de atención de la naturaleza. Que la Madre Tierra nos estaba diciendo algo. Que nos estábamos portando regular y nos lo habíamos buscado.
Siento ser una econegacionista, pero es que este argumento a mí, que me he criado en un pueblo donde le damos las gracias con tortillas a un santo por librarnos de la cólera de Dios, me es muy siglo XVI.
Me explico:
Hacia mediados del s.XVI, los creyentes católicos explicaban la peste que se estaba llevando por delante cientos de miles de vidas como un mensaje de Dios. Representaban este episodio con una deidad enfurecida, colérica, que enviaba una lluvia de saetas a la humanidad. Un Dios matando indiscriminadamente a flechazos a viejos y niños, ricos y pobres.
La ciencia, por entonces, hacía lo que podía, que era poco, razón por la que a una población desesperada y bastante aferrada a la religión, lo único que le quedaba era el comodín del milagro. De perdidos, al río. No costaba nada encomendarse a alguien.
Históricamente, en la religión cada santo es un poco como los especialistas de la sanidad: cada uno vale para una cosa. Y para la peste, el santo al que te derivaban era a San Sebastián por la relación directa del martirio que sufrió —lo asaetearon— y lo de representar a la pandemia como una lluvia de flechas.
Y es que San Sebastián, pese a lo que podamos pensar, ya que la iconografía lo muestra atado a un árbol y atravesado por varias saetas, no murió así. Después de torturarlo hasta darlo por muerto, sobrevivió gracias a un milagro llamado Irene, una dama romana que lo recogió moribundo y lo cuidó.
Volvamos a la teoría de considerar el coronavirus un castigo de la Pachamama. Ya que te pones a plagiar, plagia bien y dale sabor a tu tesis. Si vas a explicar las razones de una pandemia con misticismos diciendo que es un castigo de la Madre Naturaleza por nuestra mala conducta, remata la faena ofreciéndole al fauno que nos libre del mal un plato típico.
Digo esto porque en el siglo XVI, mi pueblo, Horcajo de Santiago (Cuenca), fue uno de esos lugares de Castilla que sufrió un brote asolador de peste, así que la población se encomendó a San Sebastián e hizo un voto de villa. Honraron al santo levantando una ermita en el barrio que también lleva su nombre, San Sebastián, e hicieron la promesa de que el día 20 de enero, día de su onomástica, ningún horcajeño comerá ningún alimento que provenga de la sangre.
Para calmar el hambre ese día, hicieron las tortillas de San Sebastián, una torta frita de masa de harina de trigo, agua, aceite y sal que hoy el pueblo sigue haciendo cuando se acerca el 20 de enero. Se cortan con los dedos y se comen con chocolate, un chocolate caliente hecho con agua, porque ese día, es vigilia y, recuerda, no se come nada de origen animal.
¿A qué saben las tortillas de San Sebastián? Un horcajeño te dirá que a gloria. Otros manchegos te dirán que a paparta. Y siendo rigurosos, podemos comparar el sabor, que no la textura, al de las porras y churros.
Si se hace como mandan los cánones, la tortilla se fríe en abundante aceite de oliva en fuego de leña. De esta manera tendrá un sabor ahumado que mojada en chocolate es algo tan humilde como buenísimo. Resumiendo: si yo fuese santa, también liberaría de cualquier pandemia al pueblo que me honrase con ese manjar.
El sabor de las tortillas de San Sebastián me gusta, ha quedado claro. Pero de todo, con lo que me quedo es con la liturgia de hacerlas. Con ese recuerdo, cada 19 de enero me entra la nostalgia.
La noche del 18 de enero, las mujeres preparan la masa y la dejan fermentar toda la noche tapada con un paño. Al día siguiente, el 19, se reúnen las amigas, madres, hijas y vecinas alrededor de un fuego y un perol con aceite. Si no tienen dónde hacer un fuego de leña, las preparan y fríen en la cocina de casa, no importa, aunque el sabor tendrá menos “pueblo”.
Y aquí viene el trabajo en cadena. Unas van haciendo bolas, como panecillos, y dejándolas sobre una capa de harina. Otras, sentadas, irán extendiendo esos pedazos de masa en la rodilla, dándole forma hasta conseguir una tortilla casi transparente, con bordes algo más gruesos. Inmediatamente después de darle la forma, pasa a freírse. Es muy delicada y no puede esperar mucho porque se rompe.
Si hay algún hombre en el grupo, éste suele encargarse del fuego. De hacerlo, de avivarlo y de darle la vuelta a la tortilla casi siempre con dos palitos, como los churreros.
Si hay niños en casa, se les da una bola de masa, pasarán la tarde jugando, haciendo formas y después harán un monigote, lo freirán y se lo comerán con chocolate para merendar.
Como salen decenas y decenas de tortillas, se guardan en barreños y se tapan bien para que no se sequen. Tan tradicional es hacer las tortillas como repartirlas a familiares, amigos y a quien no ha podido o no sabe hacer. Y si vives fuera, “te las mandan con alguien”. Porque las tortillas de San Sebastián son comunidad y, por eso, ningún horcajeño se queda sin comer tortillas el 20 de enero. Así es como una torta de harina, sal, aceite y agua ha perdurado a lo largo de los siglos, de generación en generación, como el alimento de una pandemia que un pueblo logró superar.
A lo mejor 2021 es año de pedirle de nuevo a San Sebastián, abogado de las pandemias, que el año que viene no falte ninguna amiga, vecina, hija o madre a su cita de hacer tortillas, como cada 19 de enero.