Madrid, 2003. Un joven empleado del aeropuerto de Barajas, Juan Carlos Martín, es asesinado en una parada de autobús. Recibió un disparo a bocajarro en el cráneo y, bajo sus pies, se encontró un hallazgo inquietante, un as de copas. Sería la primera carta del conocido 'asesino de la baraja', un criminal en serie que tuvo en vilo a la capital durante aquel año. Detrás de aquel sobrenombre se escondía Alfredo Galán, condenado por éste y cinco muertes a más de 142 años de cárcel.
Su historia se recoge en 'Baraja: la firma del asesino', un documental de Netflix que recupera los pormenores del caso a través de las voces de víctimas, policías, abogados y otros agentes implicados. También dispone de una vasta documentación, donde sorprende el informe psiquiátrico de Galán. "El estímulo era matar por matar", arroja el escrito.
El perfil psiquiátrico del Asesino de la baraja fue una de las cosas que más dio de qué hablar en el juicio. Los psiquiatras forenses que designó el juzgado de instrucción fueron tres, Juan José Carrasco, José María Abenza y Faustino Velasco. Todos llegaron a la misma conclusión: no había una categoría en Psiquiatría para poder englobar a un sujeto como Galán. Por eso, decidieron catalogarle como un "depredador humano". Así lo describe una crónica de la época: "Es un depredador humano que sale a la caza del hombre para humillarlo y matarlo".
[Así era la mente del 'Carnicero de Milwaukee', el asesino que mató a 17 personas: "Estaba cuerdo"]
Alfredo Galán, en aquel 2003, era un militar de 27 años dado de baja del servicio por problemas de ansiedad. Había estado de misión de paz en las Guerras Yugoslavas y, después, enviado a las costas de Galicia para ayudar con el chapapote que había dejado el Prestige. "Quería tomarse unas vacaciones a su vuelta de la guerra, pero no pudo", explica el documental.
De los Balcanes a Galicia
Quizá fue eso lo que hizo clic en su cabeza o, lo mismo, el mal que desataría más tarde ya estaba ahí. El caso es que en Galicia protagoniza su primer episodio de violencia; agrede a una mujer para intentar robarle el coche. Por ello, fue ingresado en el Hospital Central de la Defensa (Gómez Ulla), donde se le diagnostica un trastorno de ansiedad. Se le confiere la baja con asistencia psiquiátrica y, entre visita y visita al médico, tienen lugar los primeros crímenes.
"En el periodo que ocurrieron los hechos, el acusado estaba en tratamiento psiquiátrico. A pesar de ello, nunca contaba nada de las actividades que realizaba a lo largo del día al médico que le trataba ni éste notó nada extraño en su paciente. Tuvo que ser la hermana del propio Galán quien informó al psiquiatra del cambio de actitud del imputado", observaba un texto en El Mundo.
Aquel psiquiatra nunca vio nada fuera de lo normal en el exmilitar. Ni rastro de una enfermedad mental que le hubiera llevado a la orgía de sangre en la que se sumiría durante los siguientes meses. Tampoco lo observaron los profesionales designados por el juzgado. Como puntualizaron en su informe, no tenía una enfermedad mental que le afectara a sus capacidades cognitivas y que le impidiese ejecutar sus actos de forma libre y voluntaria. "Tan sólo padece un trastorno de la personalidad", concluyeron.
[La atracción sexual por el asesino de la catana: así te enamoras de un criminal]
Los psiquiatras explicaron que, como parte de dicho trastorno, la personalidad de Galán fluía entre rasgos esquizoides (tendencia reservada al aislamiento y restricción de relaciones personales), narcisistas (necesidad de admiración, arrogancia y superioridad), de evitación (miedo a ser rechazado), y psicopáticos (caracterizados por el egocentrismo, la manipulación, la crueldad y la agresividad).
En el juicio, los profesionales pusieron un ejemplo de estos rasgos. Lo hicieron con el asesinato de Juan Francisco Ledesma, la primera víctima del 'asesino de la baraja', aunque aquí no hubo ningún naipe. La carta, realmente, no entraba en sus planes y fue una casualidad que se encontrara en el crimen de Juan Carlos Martín. Al más puro estilo del 'estrangulador de Bostón', la prensa alimentó un mito y Galán lo aprovechó a posteriori.
Matar por matar
Ledesma era el portero del número 89 de la calle Alonso Cano de Madrid. Un día cualquiera, mientras daba de comer a su hijo de dos años en el portal, un hombre entró decidido en el lugar, le ordenó ponerse de rodillas y le disparó en la cabeza. Más tarde, se sabría que había sido Galán. "El tiro de gracia en la nuca suena a una ejecución. Siempre pone a su víctima humillada, de rodillas, o la sorprende. Después la ejecuta sin mediar palabra", explicó al tribunal, como recoge otra noticia de la época, el psiquiatra Juan José Carrasco.
"Sólo sintió cierta culpabilidad o conmoción cuando escuchó a dos personas en un andén de un metro que hablaban de él. Decían que nunca se podría saber quién era el asesino, que podía incluso viajar en el mismo vagón que uno", agregó el profesional durante el juicio.
[Ni lunáticos ni depravados: así son las personas a las que les fascina lo macabro]
Como demuestran los informes forenses que se exponen en el documental, el motivo principal por el que había cometido los crímenes fue "tener la experiencia de que es lo que se siente al quitar la vida a otro ser humano". No había venganza o deseo contra sus víctimas. El día que acabó con Ledesma, la decisión de matar a alguien la había tomado diez minutos antes de salir a la calle, mientras veía la televisión. Los psiquiatras también pudieron describir qué sentía cuándo lo hacía: "No experimentaba nada especial después de matar".
Galán nunca tuvo ideas de arrepentimiento. "Sabía que estaba mal, pero quería hacerlo", expone el escrito. En el juicio, no obstante, dicen que se le vio afectado en dos momentos. Primero, cuando entró a testificar uno de los hombres a los que intentó matar —fue declarado culpable de otros tres asesinatos en grado de tentativa—. Luego, con el testimonio del hermano de otra víctima. Son las luces y sobras del Asesino de la baraja. Conviene matizar que, en pleno juicio, cambió su declaración y acusó a dos "cabezas rapadas" de obligarle a ir a comisaría a confesar los crímenes y de tener amenazada a toda su familia.