La angula es la cría de la anguila, un pez muy viajero que es capaz de recorrer miles de kilómetros desde el continente europeo hasta el mar de los Sargazos, cerca de la costa atlántica norteamericana. Allí pone sus huevos y las larvas vuelven a las costas de Europa dispuestas a remontar sus ríos.
Esas larvas es lo que llamamos angulas, toda una exquisitez que forma parte de la gastronomía del norte de España. Sin embargo, el exceso de capturas hizo que en los años 80 su número bajara drásticamente, quedándose en pocos años en un 10% del volumen habitual, con la consiguiente subida de precios hasta cifras mareantes. Hace unas semanas, las primeras de la temporada se pagaron en la lonja de Ribadesella a 4.970 euros el kilo, toda una ganga si se compara con el récord, del año 2015: 6.260 euros.
No es habitual que en España la ciencia y la industria vayan de la mano, pero esta vez había que hacer algo. La comida es algo muy serio en este país y más tratándose de un producto ligado a la Navidad. Así que el Instituto del Frío –un centro del CSIC que después desapareció para dar paso al Instituto de Ciencia y Tecnología de Alimentos y Nutrición (ICTAN) y al Instituto de Investigación en Ciencias de la Alimentación (CIAL), nombres mucho más apropiados para lo que estamos contando– se puso manos a la obra.
En concreto, los investigadores Margarita Tejada Yabar y Javier Borderías Juárez, junto con la empresa Angulas Aguinaga, se propusieron desarrollar un nuevo producto sucedáneo de la angula y obtuvieron la patente en 1989 con el título de Procedimiento de fabricación de un producto análogo a la angula y producto así obtenido.
En 1991 salió al mercado y su nombre comercial, La Gula del Norte, se impuso entre los consumidores, ayudado por una gran campaña de promoción y una denominación tan parecida a la del producto original y homónima de la del vicio de comer. Pero, ¿qué eran exactamente esas pequeñas tiras de pescado que parecían angulas salvo por su ausencia de ojos?
El viaje que lo cambió todo
La clave de esta historia está en un viaje que realizó el gerente de Angulas Aguinaga, Álvaro Azpeitia, a Texas en 1986, un trayecto que casi imita al de las anguilas, aunque un poco más largo. A pesar de que el negocio ya no iba demasiado bien, fue a recoger un premio empresarial y en el acto se proyectó un vídeo de otra compañía japonesa que aprovechaba las partes menos valiosas de los pescados para hacer surimi.
Literalmente, esta palabra en japonés es "carne picada". El surimi se obtiene desmenuzando filetes de pescado blanco, con los que se forma una pasta a la que se le añaden condimentos hasta imitar el marisco. Entre los productos logrados a través de este procedimiento que más éxito han tenido están los palitos de cangrejo.
Azpeitia volvió con esa idea para salvar su negocio. Si ya no había angulas para satisfacer las necesidades del mercado, había que producirlas. Ahí entran en escena los investigadores del CSIC, que tres años después definían en la patente todos los detalles técnicos de su composición y forma de producción.
Más tarde, la empresa se alía con un socio japonés experto en el mercado del surimi y comienzan a producir gulas en Irura (Guipúzcoa) a partir de las partes más nobles de abadejo procedente de Alaska. En la actualidad, han generado 400 empleos directos, facturan 150 millones de euros y consiguen que todos podamos comer algo parecido a las angulas en cualquier época del año.
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