El pan nuestro de cada día -valga la expresión- no suele ser integral sino blanco. Pero es que el que compramos en muchos supermercados con una etiqueta bien grande en la que se lee "integral", tampoco lo es. Al menos en un porcentaje bastante alto. Y no, por muchos cereales que veas en su corteza o aunque su color oscuro te haga pensar que te vas a pegar un festín con lo que debería ser un alimento rico en fibra, la realidad deja bastante que desear.
Pero empecemos por el principio. Desde hace algún tiempo, el pan blanco ha dejado de ser considerado como un alimento imprescindible en nuestra dieta. Un buen número de investigaciones han demostrado que existe una relación directa entre su consumo y el riesgo de padecer obesidad, problemas cardiovasculares o diabetes.
Por esta razón, se recomienda que la ingesta de este alimento, otrora básico, se reduzca considerablemente y, en caso de hacerlo, se opte por las variedades integrales elaboradas con grano entero. Según una revisión de 45 estudios publicada el año pasado en la prestigiosa revista The BMJ, el consumo de productos integrales elaborados con grano entero es beneficioso para nuestra salud y reduce un 17% la posibilidad de padecer enfermedades cardiovasculares, respiratorias, cáncer de colon o diabetes.
El pan integral -el de verdad- se elabora a partir de harinas que no han sido refinadas y que contienen las tres partes del cereal intactas, incluyendo el germen y el salvado, cuyos componentes favorecen nuestra salud intestinal. Sin embargo, tal y como explica la dietista-nutricionista Lucía Martínez en su blog, muchos de los panes que encontramos en los establecimientos etiquetados como integrales o con un alto contenido en fibra se valen de harinas refinadas, aderezadas con salvado de trigo, para etiquetar productos como integrales.
Nada más lejos de la realidad. Según Miguel Ángel Martínez-González, catedrático de Medicina Preventiva y Salud Pública de la Universidad de Navarra, para que un pan pueda ser considerado como integral "debería estar elaborado al menos en un 75% con harina integral". Esto debería estar indicado en la etiqueta del producto y aparecer en los primeros lugares de la misma ya que los ingredientes se enumeran de mayor a menor, en función de la cantidad que contenga el alimento.
La 'miga', en la etiqueta
Sin embargo, la industria alimentaria aprovecha el vacío legal existente en nuestra legislación para etiquetar panes como integrales que luego no lo son (o, al menos, no en la cantidad que deberían). La Agencia Española de Consumo, Seguridad Alimentaria y Nutrición (Aecosan) establece una serie de pautas que las compañías tienen que cumplir en el etiquetado alimentario.
Así, por ejemplo, en un envase sólo puede poner "bajo contenido en grasa" si el producto no contiene más de tres gramos de grasa por 100 gramos en el caso de alimentos sólidos o 1,5 gramos por cada 100 mililitros en el caso de los líquidos. Un bizcocho sólo podrá ser catalogado como "sin azúcar" si no contiene más de 0,5 gramos de azúcares por cada 100 gramos o mililitros y light siempre que su valor calórico se haya reducido un mínimo de un 30% en comparación con un producto similar.
¿Qué dice la legislación vigente en lo referido al término "integral"? Nada de nada. Tal y como explicamos en este artículo, España, al contrario que otros países de la Unión Europea, no ha regulado los requisitos que tiene que cumplir un producto para poder publicitarse como integral. La normativa de Aecosan sí señala que "sólo podrá declararse que un alimento posee un alto contenido en fibra, así como efectuarse cualquier otra declaración que pueda tener el mismo significado para el consumidor, si el producto contiene como mínimo seis gramos de fibra por cada 100 gramos de producto o tres gramos de fibra por cada 100 kilocalorías". Así, un pan de molde, por ejemplo, sólo podrá resaltar que es "fuente de fibra" si contiene un mínimo de tres gramos de fibra por 100 gramos o, como mínimo, 1,5 gramos por 100 kcal.
A partir de aquí, la cantidad de argucias que se utilizan en los panes van desde aquellos que venden sus supuestas bondades bajo una etiqueta que dice "100% natural" hasta otros que subrayan que son "multicereales", que están elaborados con "masa madre" o que son "artesanos". De esta forma, los consumidores compramos alimentos que las marcas promocionan por sus supuestas propiedades salutíferas cuando, en realidad, tienen porcentajes mínimos sin efectos para nuestra salud o, lo que es peor, pueden llegar a perjudicarla, como ocurre en el caso del pan etiquetado como integral pero elaborado realmente con harinas refinadas.
Así lo aseguró un estudio publicado el pasado mes de agosto en la revista Applied Economic Perspectic and Policy por investigadores de la Universidad de Delaware (Estados Unidos), que revisó la literatura científica existente en este ámbito y concluyó que en los supermercados hay una ingente cantidad de información sobre los productos que, en lugar de ayudar a los consumidores, confunde. Pero no sólo eso. Según este trabajo, la parte más fea del asunto tiene lugar cuando las etiquetas no sólo ensalzan un efecto positivo inexistente, sino que además ocultan sus posibles implicaciones negativas a los clientes. En el caso del pan, como dice el dicho, la cosa tiene miga.