Densa niebla en la capital del Imperio. Una niebla densa que recuerda al albedo
de una naranja cubre la ciudad hasta marzo, una niebla densa que parece rezumar
de la tierra e induce a la locura a la gente más cuerda de este reino. Comienza
nuestro período mágico-trágico en el que los braseros hacen arder edificios
enteros como teas.

En la calle Constitución me encuentro a Salcedín. La niebla se disipa un poco más
en esta parte de la ciudad. Me cuenta sus peripecias en la cuadrilla de Ángel
Cristo, pone voz de presentador de circo y se despide, estrechándome la mano y
deseándome una Feliz Navidad. La niebla aparece en torno al portillo del prado de
la Magdalena como si una dama de blanco velo se tumbase a dormir en la
Esgueva, cuyas ratillas se escondieron y cuyas cortaderas ya amarillean.
Las colisiones frontales abren nuestras gacetillas y los pueblos que se hacen a un
lado de la nacional 122 se tiñen de luto. Trabajadores de bodegas, profesores y
jubilados que partían a Valladolid a hacer la compra nunca volverán a embotellar,
a enseñar ecuaciones o a encender una barbacoa porque, de un plumazo,
claudicaron ante la niebla.

Como en Twin Peaks nuestros viejos se desorientan, desaparecen después del
chato o de leer la prensa. La niebla los desjuicia. Se los comió la ciudad
lovecraftiana que a los pocos días los devuelve, posándolos en una orilla del
Pisuerga, recordándonos a todos sus súbditos que temamos a la niebla.
Las gotas de agua condensada rebotan en las luces de los semáforos como lluvias
de Danae cuando cambian de color. El rojo da paso al verde en una hilera de
semáforos, desde la Circular hasta prácticamente La Cistérniga. Un coche
patrulla acciona sus luces sin la sirena, y surca como alma que lleva el diablo ese
camino de lámparas verdes centelleantes, rotas por las estroboscópicas azules
del coche de policía, hundiéndose, muriendo en la niebla.

La niebla protege las lombardas, la coliflor y la berza. Con ella llega el olor a asado
y a leña. Las espadañas de las iglesias la serpentean. Quizá sea así y no al revés, y
que nuestro carácter lo determina la niebla.