Hay un libro de Beata Nowacka y de Zygmunt Ziatek que nos desgrana cómo el niño polaco que veía pasar los pelotones de fusilamiento escondido tras los arbustos del barrio en el que vivía, se convierte en el periodista que entiende 'al otro', corresponsal de guerra y poeta, entre los fusiles y la esperanza de la palabra. Un Kapuscinski (Polonia, 1932 - 2007) que entrelazaba literatura y periodismo como actores inseparables del arte de contar las cosas que pasan.

Porque con todo esto de la canallada de Putin, le da a uno por buscar entre los libros algo que lo acerque a aquella Europa del Este que hoy amanece con ráfagas de luces en el aire y cuerpos muertos entre la nieve. Con tanques aplastando los planes de una pareja de novios y niños que ya conocen que el miedo era esto, y no el acoso en el metaverso. 

María Kapuscinska consiguió sobrevivir al Ejército Rojo y a los nazis en aquella Polonia ocupada y desnutrida donde los niños engañaban el estómago liándose un cigarrillo con tabaco y papel de periódico. María era la madre del genial periodista, poeta y escritor.

En plena histeria de Putin por evitar lo inevitable, que es que cuando uno conoce algo parecido a la libertad ya no quiere estar del lado contrario, sorprende la historia de María en ese invierno durísimo de 1940 cuando se volvía mirando hacia la pared para no ver cómo sus hijos comían un mendrugo de pan con agua, porque ella quedaba fuera del reparto que permite la miseria. 

Sorprende la fortaleza de María con respecto a la debilidad de un Occidente que ha hecho fuerte a su enemigo en aras de ese pensamiento suicida de que la paz es poner la otra mejilla. Será por aquello de las raíces cristianas, digo.

María consiguió de la nada sacar adelante ella sola a dos hijos cuando los inviernos en Polonia congelaban hasta el hambre y mientras Kapuscinski salía a buscar alguna patata podrida entre los huertos y leña para calentar la casa. Kapuscinski estaba siendo ya el reportero de su propia vida.

Una Polonia ocupada por el ejército ruso y por los nazis. Con trenes de la muerte y matanzas en Katyn. Las matanzas que no existen en los libros de texto de esta parte de Occidente que cree que luchar contra los nacionalismos es borrar del recuerdo las fosas comunes del otro lado. En Polonia, Ucrania y Hungría, sí se acuerdan.

María es la supervivencia. Sin nada. En una carreta alquilada. Con veinte grados bajo cero y agujeros en los zapatos. Sin medias. Con dos hijos desnutridos y un marido retenido en Varsovia. Era maestro.

Una sociedad blanda y cobarde que mira con recelo responder ante el ataque a su libertad, es camino llano para el tirano. La cobardía se disfraza de un relativismo intelectual que vale menos para la vida que la carreta en la que viajaba María.

Mientras, ella lleva tres días sin comer sorteando fusiles, comunistas y nazis con dos niños que tienen hambre. María le ganó la vida a la muerte allí donde la opción era el exterminio, y aquí, en el lado de la vida, de las cañas, los restaurantes y los bolsos de piel, vestimos nuestros excesos de drama para que no se nos caiga la cara de vergüenza.

María huía de los crímenes del ejército comunista como huyó de la Polonia ocupada por los nazis. Y lo hizo sola. Subida a esa carreta alquilada que fue su pasaporte a la vida, recorriendo cientos de kilómetros con dos hijos pequeños. Niños que crecieron frente a un horror que no los hizo necesariamente menos humanos, sino más conscientes de su derecho a defender su vida.

Nuestros muertos...

Nuestros muertos
qué poco les importa ya nada
son fríos
indiferentes
no hacen preguntas

se mantienen apartados
siempre en el mismo lugar
callan

Ryszard Kapuscinski, de 'Bloc de Notas' (1986)

Ahora que asistimos a cómo la Unión Europea responde a los ataques de Rusia prohibiéndole participar en Eurovisión, el chirrío enloquecedor e inverosímil que produce la amenaza occidental le hace a uno acordarse de María Kapuscinska. Así, sin inclusividad, ni perspectiva ecológica. Sin subvenciones ni debates. Sin abrazos con chequera. A pelo. Frente a esa Europa que sale a ladrar y se esconde de nuevo corriendo en su caseta. Una Europa suicida ante el horror.

Y le hace a uno estremecerse ante la que se nos puede venir encima si el bloque del otro lado quisiera someternos algún día, porque visto lo visto puede que incluso habría quien nos intentaría convencer de que el yugo es en realidad la liberación, arrancando para siempre las raíces de cada cual, que son la vida.

Kapuscinsk llegó a ser monaguillo en un hospital de campaña al que llegaban moribundos los soldados. Tenía doce años y llevaba varios mirándole a los ojos a la muerte, al horror y la desgracia. Haciéndose un hombre dentro de un cuerpo de niño que sólo quería escribir y jugar.

Con el tiempo acabó convirtiéndose en un periodista y escritor viajero que supo arrebatar una parte del todo de cada realidad a la que se enfrentaba, y plasmarla con la Humanidad que sólo podría haberle forjado ser testigo del mal y la miseria de los hombres desde tan pequeño. 

Observador del mundo sin grabadora, porque el trasto sacaba del otro un lenguaje ajeno y prostituido, se convirtió en los ojos de los demás a través de sus crónicas en todos los rincones donde se estaba produciendo la Historia. La muerte le perdonó la vida muchas veces en diversos conflictos bélicos porque tenía que seguir siendo su escribano.

Así que la vida se le llenó de guerras, desde bien chico, y de disparos de cámara que no hacían sino revelarnos al propio corresponsal. Porque uno elige qué retrata, qué parte de la realidad separa del resto para que sobreviva.

La valentía de María Kapuscinska, cargando sola en aquella Polonia del frío y el pan duro, con dos niños de lado a lado del horror, buscando cuál de los dos bandos podría acercarlos un poco menos al infierno, contrasta sin duda con la tibieza de Occidente frente a la invasión de Putin a Ucrania. En Bruselas puede que piensen que la libertad de uno mismo no es la libertad del otro.

Quizá por eso quienes saben del yugo abren sus puertas a Ucrania. La Polonia de María da un paso adelante y no se queda en la cobardía del gesto, de los claveles y las luces de colores; en la política de la pancarta a la que le sucede, como si nada, el vermú y la caña de los domingos, mientras un niño llora aterrado escondido en el metro de Kiev.