Con unos cinco años ya sabía utilizar el vídeo BETA, como el que pide Estela Reynolds para ver la película en la que Fernando Esteso le chupó un pezón. Siempre adoré la televisión y el cine, y pronto aprendí a utilizar ese aparato para grabar y poder ver hasta la saciedad aquello que me gustaba: el cine de terror, los programas de variedades y las series de dibujos animados. Lo mismo estaba pendiente para grabar El Exorcista que Los Contamimalos. Incluso grabé y me aprendí de memoria el famoso programa de Viva el espectáculo dedicados a bellezas de gran busto como Marta Sánchez, Sabrina o Samantha Fox.
Recuerdo con angustia el día que mi hermana recibió la confirmación, porque yo quería regresar a casa para grabar San Valentín Sangriento, que la daban por la cadena llamada TVE 2. Y también le daba al botón de REC con El gran juego de la oca, , los combates de pressing catch, Los Simpson, el concierto que La Onda Vaselina dio el día de reyes de 1992 y mil joyas más que formaban mi videoteca.
Como amante de la pequeña pantalla disfrutaba mucho en verano, no solo por no tener que estudiar, sino porque mis padres pasaban las noches al fresco hablando con los amigos. Así, entre junio y septiembre yo me apoderaba del mando a distancia, y disfrutaba con la programación que las cadenas tenían para la gente de mi edad, y también para el adulto que algún día sería.
Los vigilantes de la playa
Casi como un ritual, año a año veía los mismos capítulos de las mismas series, y con suerte, estrenaban alguna temporada nueva. Punky Brewster y su “solo di no” a las drogas, Summer con miedo a las alturas en Los vigilantes de la playa, Zack Morris subastando la ropa de Lisa en Salvados por la campana, la llegada de Jake Sommers al grupo California Dreams, el día en el que Tya y Tamera se conocen en una tienda en Cosas de hermanas... Y de paso, a veces, hasta redescubría alguna vieja joya catódica, como La Tribu de los Brady, que Antena 3 redobló con referencias modernas. Aún siento escalofríos recordando el capítulo en el que un niño se parte un brazo y en la escayola tiene un presunto autógrafo de Miguel Induráin.
El maratón televisivo continuaba por la tarde, cuando los amigos hacíamos un parón para ver La Merienda en Antena 3 y cruzábamos los dedos para que los indis rojos encontrasen la llave maestra que habría todos los candados tras los que se escondían premios como una bicicleta. Y luego nos íbamos al Supermarket de Enrique Simón, quien incitaba a sus concursantes a hacer una compra lo más cara posible para ganar el concurso.
Constantino Romero en La Parodia Nacional
Ya en la adolescencia, en verano de 1997, me enamoré de La Parodia Nacional, que sabiamente no se fue de vacaciones y se convertía en el programa más visto semana a semana. Ya entonces, con trece años, servidor analizaba los shares de audiencia de los programas que publicaba El Semanal TV, el suplemento que daban con el periódico; me fascinaban las cartas de los lectores y la columna de Andrés Aberasturi, que era uno de mis ídolos por un programa de misterios que tenía en Antena 3.
Aquel verano La Parodia la emitían los martes, mientras que en Telecinco daban Melrose Place, y por ello llegué a tener un acuerdo según el cual en semanas alternas yo vería La parodia nacional y mi hermana Melrose, y el otro tendría que conformarse con grabar su programa favorito y verlo al día siguiente. Así de ganas le tenía a las canciones satíricas de Constantino Romero.
Salvados por la campana
Fue un verano también cuando descubrí que Nada es para siempre (y que toda tu familia podía morir en un accidente, como le pasó al protagonista), y que Al salir de clase me esperaba un fantástico futuro en el que compaginaría los estudios con un trabajo en una tienda de cómics, tendría una amiga a la que ficharían de modelo en México y unos colegas que formarían un grupo de música.
En septiembre, con la vuelta al cole, servidor perdía el mando, y ya tenía que competir con los padres o las hermanas por ver lo que quería en televisión, y no siempre me salía con la mía, claro.
Y es que antes, en verano, pasaban muchas cosas en televisión. Se estrenaban formatos que había que ver qué tal eran como el Grand Prix, La Piraña de Antena 3 o la serie Quítate tú pa ponerme yo, donde debutó Laura Manzanedo. Cada día había un puñado de series, de programas variados que seguir y que disfrutar: Malcom, los Power Rangers, Cosas de gemelas, Un equipo con clase, hasta la enésima repetición de Verano Azul o Alf valían.
Pero ya no queda hueco en la parrilla para los jóvenes, que ya ni se molestan en pelear por el mando. La programación se limita a una reproducción de lo que se emite en invierno, pero en bajo coste. Mañanas cubiertas con un único magazine estirado como un chicle, y las tardes con otro, o con un par de series encadenadas a lo sumo. No hay un instituto Siete Robles, ni unas gemelas que te llevasen a Sweet Valley, ni un club del que hacerte socio como Megatrix.
En la TDT hay algo para los más pequeños de la casa (no tanto para los jóvenes), pero no hay un ritual de esperar un día y una hora para ver una serie; al menos, según veo el consumo televisivo de mis sobrinos. Solo se limitan a poner Clan o Boing, y conformarse con lo que estén dando. Un poco como le pasa a mi madre con Sálvame cuando no sabe de qué ex de quién están hablando, que lo deja porque es lo que toca tener sintonizado, pero no porque realmente quiera verlo.