'El fantasma y la señora Muir': el amor más allá de la muerte
- La película de Joseph L. Mankiewicz nos hace desear la muerte de su protagonista no por odiarla, sino por todo lo contrario.
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El amor puede llegar a sortear todos los obstáculos, incluido el tiempo. Dirigida por Joseph L. Mankiewicz y estrenada en 1947, El fantasma y la señora Muir narra la historia de amor entre Lucy, una joven viuda interpretada por la bellísima Gene Tierney, y el capitán de la marina mercante Daniel Cregg, un lobo de mar encarnado por Rex Harrison. Aunque Mankiewicz consideraba que se trataba de un filme imperfecto, carente de la madurez artística de obras posteriores, hoy se considera una de las películas más bellas y poéticas de la historia del cine.
Es inevitable mencionar Portrait of Jennie, una cinta de William Dieterle que llegó a las pantallas en 1948 con una trama similar. En El fantasma y la señora Muir, el papel de difunto corresponde al capitán Gregg, fallecido por accidente al inhalar el monóxido de carbono de una estufa de gas. En la película de Dieterle, el difunto es una mujer, Jennie, una joven ahogada en un faro durante una tempestad. El pintor Eben Adams se encuentra con ella después de su muerte.
Al principio, es una niña, pero crece de una aparición a otra hasta transformarse en un mujer, a la que da vida Jennifer Jones. Interpretado por Joseph Cotten, Eben se enamora de ella y la retrata en un cuadro que le consagrará como pintor. La pareja no transmite la sensualidad de un romance, pero sí la delicadeza de un enamoramiento imposible. Lucy Muir y el capitán Gregg no llegan a abrazarse, como sí lo harán Eben y Jennie, pero la distancia física está impregnada de erotismo.
De hecho, comparten alcoba, lo cual permite al capitán contemplar la desnudez de Lucy, que acepta su presencia sin mostrarse demasiado incómoda. En ambos casos, la muerte no consigue separar a los amantes, que trascienden los límites temporales mediante la pasión y la ternura. Mankiewicz no elude la dimensión carnal del amor, pero muestra que un verdadero idilio se basa en el poder de seducción de la palabra.
Filmada en blanco y negro, El fantasma y la señora Muir explota el contraste entre la oscuridad y la luz, la penumbra y la claridad. La cámara es discreta. No incurre en alardes que revelan su presencia, pero combina eficazmente los primeros planos, los planos medios y los planos generales.
Los primeros planos de Lucy Muir destacan la belleza clásica de Gene Tierney, que parece pintada por Botticelli y difuminada por Turner para sugerir que es una ensoñación o una criatura sobrenatural. En cambio, la cámara esculpe el rostro del capitán Gregg, imprimiéndole un paradójico realismo. Casi parece estar más vivo que Lucy, quizás porque su temperamento apasionado le mantiene vinculado a la tierra.
Su amor por el mar y los coloridos recuerdos de sus travesías le impiden romper amarras con el pasado. Por el contrario, Lucy solo se siente atada al futuro, el lugar donde espera hallar las intensas vivencias que le ha escatimado una trayectoria vital marcada por la insatisfacción y el fracaso.
En ambos casos, la muerte no consigue separar a los amantes, que trascienden los límites temporales mediante la pasión y la ternura
Se casó por amor con un mediocre arquitecto al que conoció en un jardín, pero sus ilusiones se apagaron enseguida. Edwin, su marido, era un hombre apático y sin fantasía. Anna, la hija que concibieron, aportó felicidad y alegría, pero su aparición no borró la sensación de estar atrapada en una relación anodina y sin un ápice de romanticismo.
Al morir Edwin, Lucy convivió durante un año con su suegra y su cuñada en una vivienda de dos plantas de un barrio de Londres, pero incapaz de soportar su carácter adusto y manipulador decidió marcharse a un pueblo de la costa y alquilar una casa a orillas del mar.
No se irá sola, sino con su pequeña hija Anna, interpretada por Natalie Wood, su criada, amiga y confidente Martha Huggins (Edna Best) y un entrañable cairn terrier. Lucy no es una mujer tímida ni pasiva, sino un espíritu fuerte que no se deja abatir por la adversidad. Gracias a la modesta renta que cobra por las acciones de su marido, puede gozar de independencia y no piensa desaprovechar esa oportunidad.
Al bajarse del tren en la pequeña localidad costera de Whitecliff-by-the-Sea, Lucy se dirige a una inmobiliaria y busca una casa donde alojarse. El propietario del negocio le ofrece varias alternativas, pero ninguna le convence. Finalmente, descubre una casa llamada la Gaviota y se siente atraída por su ubicación y sus características. Por cierto, la casa fue construida para la película en Palo Alto, California, y se demolió al finalizar el rodaje.
El agente de la propiedad intenta disuadirla, sin explicarle el motivo de su conducta, pero ella insiste en visitarla y no se asusta cuando escucha una carcajada mientras recorre sus estancias. El agente, que huye despavorido, le comunica -ya en el exterior- que la casa está habitada por el fantasma del capitán Gregg, “que se suicidó para evitar que alguien lo matara por su mal genio”.
Lucy no se deja intimidar y le dice que de todos modos alquilará la vivienda. “Es usted la mujer más obstinada que he conocido”, responde el agente, accediendo extender el contrato. Lucy interpreta el comentario como un elogio. Sabe que posee una fuerte voluntad y se enorgullece de ser así.
Enseguida se enamorará de la casa. Respetará la decoración del capitán Gregg, que incluye los típicos adornos marinos, pero ordenará talar un árbol que estropea las vistas. Encolerizado, el fantasma intentará atemorizar a Lucy durante la noche, pero ella una vez más responderá con entereza y le exigirá que se haga visible. Gregg aceptará de mala gana y se aparecerá en la cocina.
La escena transcurre en una penumbra romántica e intimista. Aunque es brusco y aficionado a los improperios, Lucy se sentirá traída por el capitán y este no podrá resistir el encanto de una mujer inteligente, con un gran coraje y una arrebatadora belleza. El capitán acepta compartir la casa con ella y, al advertir sus reparos por el hecho de convivir con un hombre bajo el mismo techo, le recuerda que no tiene cuerpo. “¿Por qué le veo entonces?”, pregunta ella. “Solo soy una ilusión que se materializa porque usted lo desea”.
El idilio entre Lucy Muir y el capitán Gregg altera la marcha del tiempo. El presente ya no es solo una sucesión de instantes, sino un espacio donde pasado y futuro se encabalgan para componer una serenata impregnada de nostalgia. La espléndida banda sonora de Bernard Hermann crea el telón de fondo adecuado para una historia protagonizada por el amor y la melancolía.
Lucy confiesa al capitán que al divisar su casa por primera vez sintió que no se habían encontrado por azar, sino porque se esperaban mutuamente. Gregg reconoce que experimentó algo similar con su primer barco. Lucy y el capitán son almas gemelas, pero no pueden ni rozarse. Solo pueden hablar y compartir sus sentimientos, lo cual provoca una dolorosa sensación de irrealidad. A pesar del afecto que le inspira el capitán, Lucy comienza a anhelar algo real, algo que le haga sentirse menos sola. Eso explica su atracción por Miles Fairley, un sobresaliente George Sanders.
Fairley es un autor de literatura infantil, pero odia a los niños. Lucy coincide con él en la editorial a la que ha llevado el manuscrito dictado por el capitán Gregg. Después de que las acciones de su marido perdieran su valor, el fantasma ha buscado una solución definitiva a sus problemas financieros: unas memorias sobre sus aventuras en el mar. Durante semanas, el capitán reconstruye su vida con un estilo crudo y directo que la señora Muir traslada al papel. Titulada Sangre y valor, el editor, reacio al principio, aceptará publicar la obra, que será un gran éxito.
Fairley es “una serpiente perfumada”, según el capitán. Martha, la criada, opina lo mismo, pero Lucy no los escuchará y decidirá casarse con él. Gregg no se lo reprochará: “No te inquietes, no es tu culpa. Simplemente, has elegido la vida, que era lo único que podías elegir”.
Antes de desaparecer y deslizar en la mente de Lucy la idea de que su idilio solo ha sido un sueño, exclama: “Lo que nos hemos perdido, Lucía. Lo que nos hemos perdido los dos. ¡Cómo te habría gustado el Cabo Norte, y los fiordos bajo el sol de medianoche, y navegar junto al arrecife en Barbados donde el agua azul se torna verde, hacia las Fakland donde la galerna del sur desgarra el mar entero y lo vuelve blanco!”.
Al capitán Gregg no le agrada el nombre de Lucy. Por eso la llama Lucía, un nombre que transmite fuerza y determinación. La marcha del capitán no resolverá la soledad de Lucy. Durante una visita a Londres, visita sin avisar a Fairley y descubre que es un hombre casado y con dos hijos. La señora Fairley (Anna Lee) le confiesa que no es la primera vez que ha sucedido algo así. Lucy vuelve desolada a su casa a orillas del mar. No volverá a ver a Gregg y no se enamorará de nuevo.
Envejecerá dignamente, como esa madera donde un marinero grabó el nombre de Anna, su hija, y que se irá hundiendo en la arena de la playa poco a poco. Al correr del tiempo, Anna conocerá en la universidad a un joven aristócrata y se comprometerá con él. Interpretada por Vanessa Brown, visitará a su madre y le confesará que ella también veía al capitán Gregg. Lucy le responderá que aquello solo fue un sueño, pero su hija objetará que las dos no habían podido soñar lo mismo. Los sueños siempre son fantasías individuales, no ensoñaciones compartidas.
Lucy muere dulcemente, sentada en la butaca donde también falleció el capitán Gregg, pero en su caso será por causas naturales. Un vaso de leche que cae al suelo será la señal de que ha expirado. En ese momento, aparece el capitán y Lucy, rejuvenecida, coge su brazo y ambos salen por la puerta de la casa iluminados por una luz espectral.
Atrás queda el retrato del capitán Gregg y su catalejo, los objetos que han acompañado a los amantes, y ese mirador desde el que contemplaban el mar, muchas veces con la niebla suspendida sobre el agua, produciendo la sensación de que no se trataba de un paisaje real, sino de un sueño o un óleo pintado por un pincel impresionista.
Javier Marías escribió que “El fantasma y la señora Muir tiene una particularidad que seguramente pocas otras películas comparten con ella: uno desea desesperadamente la muerte de la protagonista, contra la cual, sin embargo, no tiene nada”. Solo la muerte de Lucy podrá reunirla con el capitán Gregg y corregir la desdichada circunstancia de no haber coincidido en este mundo.
Lucy y el capitán Gregg nos hacen sentir que el amor es inmortal y que la muerte no es sinónimo de aniquilación, sino de plenitud
El fantasma y la señora Muir “logra -según Marías- “algo a lo que el cine y la literatura no se han atrevido a menudo: la abolición del tiempo, la visión del futuro como pasado y del pasado como futuro, la reconciliación con los muertos y el deseo sereno e íntimo de ser por fin uno de ellos”.
Mankiewicz adaptó magistralmente la novela de Josephine Leslie, el nombre que se ocultaba bajo el seudónimo R. A. Dick (las iniciales de su padre Robert Abercromby, capitán de barco). Gracias a su genio, la muerte adquiere un extraño encanto. No por lo que representa de fin irreversible, sino porque se perfila como el umbral de una dimensión donde el tiempo y el espacio ya no son barreras infranqueables. Lucy y el capitán Gregg nos hacen sentir que el amor es inmortal y que la muerte no es sinónimo de aniquilación, sino de plenitud.