Solían ser cerca de las 17:00 horas de la tarde cuando sonaba el timbre de casa o de las casas, en plural. Era, más que la llamada de un amigo, una orden: "¡Baja!" La imagen en los barrios vigueses de los 80, los 90 o principios de los 2000 era bien diferente a la actual. No había portal, parque, o bajo de edificio en el que no hubiera pandillas de chicos y chicas, niños y niñas, jugando o hablando. El repertorio de juegos era variado y dependía de la edad: El fútbol, las mamás, el bote, el escondite, la mariquitilla…
Los más suertudos acudían al encuentro de sus amigos -o de quien estuviese, pues todo el mundo era bastante abierto a la hora de entablar nuevas amistades- con unas cuantas pesetas en el bolsillo. Aquellas monedas permitían hacer varias visitas al kiosco del barrio. Las gominolas se pedían por unidad, si era verano tocaba frigolosina y, si los padres se habían "estirado" aquella tarde, se merendaba un Bollicao o un triángulo de chocolate. Por cierto, cualquier millenial aseguraría que los Bollicaos de por aquel entonces tenían un sabor "distinto" -más rico- a los de ahora.
De la niñez de aquella generación que actualmente superaría la treintena y los 40, quedan los recuerdos, y las casetas o kioscos -muchos con las persianas bajadas- dan fe de ellos. Algunos cerraron recientemente, otros, hace años, y buena parte desapareció.
Los cambios sociales y la irrupción de las nuevas tecnologías dieron la vuelta a aquella realidad. A pesar de que sigue habiendo niños y niñas jugando en los parques, pocos van al kiosco de su barrio y la prensa en papel no se consume tanto como antaño. Pese a todo, hay puestos de calle que resisten al paso de los años y a los cambios sociales adaptándose -o tratando, en la medida de lo posible, de hacerlo- a los nuevos hábitos de consumo.
Décadas de vida en el barrio
En el barrio de Coia quedan, por lo menos, dos de estos kioscos. Uno se ubica en la calle Vilagarcía de Arousa y otro, en la calle Baiona. Ambos llevan más de 30 años abiertos y han tenido que amoldarse a los nuevos tiempos ofreciendo otros servicios como el sellado de La Primitiva.
Juan Carlos Mora y su hermano llevan en su puesto casi tres décadas. Previamente, el padre de ambos se encargó del negocio durante otros diez. "Antiguamente los niños venían, cogían chuches… Ahora van a las grandes áreas. Todo ha cambiado mucho", explica. "A nosotros, de niños, nos daban diez ‘pelas’ y nos íbamos corriendo al kiosco. Nos criamos en la calle. La generación de ahora ya tiene de todo y no está tanto fuera", añade.
Pese a todo, en el tiempo que dura la conversación, Juan Carlos recibe un goteo de compradores. La mayoría acude a sellar la Primitiva o a comprar el periódico o el pan. "Es verdad que sigo teniendo a clientes de toda la vida. Coia es un barrio con vecinos de siempre, no de paso. Entonces vamos aguantando", añade.
Juan Carlos está convencido de que los kioscos de barrio proporcionan un servicio especial a los ciudadanos: "Hay, por ejemplo, mucha gente mayor que todavía compra el periódico y, si un día cerramos, van a tener que desplazarse", señala el quiosquero, quien lamenta que el control sobre el margen de beneficio en su sector es muy potente y eso sumado a la inflación y al elevado coste de la vida, en general, motiva que los beneficios no sean los esperados: "Tras la pandemia sí subimos los precios, pero estuvimos unos 17 años con ellos congelados", anota Juan Carlos. "Es una cuestión generalizada. La venta de periódicos suponía el 80% de la ganancia. Hoy en día la gente joven no compra revistas. Estaría bien que existiese algún tipo de ayuda para el sector y para que estos puntos de venta pudieran seguir prestando ese servicio", añade.
A pocos metros del kiosco de Juan Carlos y cerca de la gasolinera de Coia, sigue en pie el de Vicky, quien empezó a trabajar desde muy joven en un negocio que ya inició su abuela hace 45 años. Coincide con su compañero en las dificultades de su sector, pero, como él, se ha diversificado para seguir resistiendo: "Vamos sobreviviendo. Yo estoy contenta, pero es verdad que dedico a esto muchas horas", explica. "Aquí tengo el instituto cerca, entonces, especialmente los lunes por la tarde, se notan un poquito más las ventas. Pero también ellos -se refiere a los estudiantes- han cambiado sus costumbres y ahora, por ejemplo, muchos se van a un súper a comprar..", añade.
En un mundo cambiante, que se mueve demasiado deprisa y cada vez más individualista, Juan Carlos y Vicky siguen siendo esos quiosqueros que llaman por el nombre a sus clientes, que saben lo que se van a llevar antes de que lleguen, incluso, a asomarse a la ventanilla de la caseta, y que acompañan a mucha gente mayor que acude a comprar el periódico con una breve pero necesaria conversación mañanera. También mantienen vivo el recuerdo de aquella generación que encontraba la felicidad en diez duros de gominolas.