Ya parece que estoy entrando en Hyde Park a las siete de la mañana para emprender de nuevo una carrera que se inició hace muchos años. Comienzo a trotar por esos caminos rodeado de hierba y árboles en dirección al puente de piedra sobre el lago y cuando estoy allí arriba y veo esa imagen de Londres en uno de sus rincones más bellos, constato que estoy otra vez en mi ciudad favorita.
En pocos días disfrutaré de una ciudad sorprendente como ya lo hice por primera vez en 1990. Por mucho tiempo que haya transcurrido, la ciudad del Támesis hace que me encuentre conmigo mismo. Vuelven a mi sensaciones de aquella época cuando ya había terminado la carrera e iniciaba una nueva etapa en mi vida.
En cuatro meses aprendí mucho de la vida y de mi mismo. Por eso, en estos años he vuelto una vez y otra. Y cada vez que recorro sus calles, transito sus recuerdos, mis propósitos, mis metas, mis anhelos, mis éxitos, mis errores, mis soluciones.
Puede ocurrirme en cualquier momento de mi viaje: sentado en un cómodo sillón en la planta de muebles de Harrods viendo pasar a la gente entre los elegantes sofás, observando allí a una dependiente sonriente y bella cómo me apunta con su frasco de perfume con una música de fondo que hacía que mi hija me dijese "¡Papá, esto parece una película!", y más tarde saboreando una cerveza inglesa con un "fish and chips" acomodado en un taburete de uno de los mostradores de la planta baja.
Subiendo una de las largas escaleras mecánicas de Westminster Station a medianoche contemplando un paisaje interior que me evocaba a la portada de "Tubular Bells" y al mismo tiempo sentía estar allí en aquellos días lejanos de una estancia que sería fundamental el resto de mi vida. Ya volvía aquella noche a mi hotel en mi último viaje en solitario a Londres tras degustar dos "Spitfire" escuchando en directo a una cantante que imitaba a Amy Winehouse con "Valerie" como aquellas veces que en ese hotel pasábamos esas felices noches con nuestros hijos pequeños.
Al sentarme en una de las mesas de la biblioteca del club prácticamente vacía con un alto ventanal a mi derecha y escribir sobre hojas con membrete mi pluma se desplaza sobre el papel con destreza escribiendo sobre esos días allí dando brazadas en la piscina cubierta rodeado de columnas dóricas y olor a cloro.
La celebración aquel verano del 15 de uno de los mayores triunfos del bufete degustando un burdeos con mi familia. Caminando sobre la moqueta de uno de los pasillos aquella vez que nos alojamos en el club y yo volvía tarde a la habitación porque la biblioteca no tenía hora de cierre: era la biblioteca ideal.
La vuelta a casa tras salir de la academia en Southampton Road de noche y tomar el metro en Russell Square logrando un asiento en el que leer el Evening Standard y llegar a la casa que me acogía a tiempo para despedir a los dos pequeños que ya se iban a descansar mientras Marian me preparaba un té inglés de verdad. Y yo sentado allí en el sofá construía mi futuro viendo una película americana en blanco y negro sobre un juicio con jurado en Nueva York.
Una vez más, cruzaré estos días la gran entrada del Museo Británico para adentrarme en ese templo de arte en el que las voces lejanas resuenan en las grandes galerías y las enormes esculturas egipcias me recuerdan aquel día que asistí por primera vez con mis amigos de Pitman School ¡Cuántas veces más recorrí sus salas practicando inglés leyendo las inscripciones!
Tomaré una pinta en el pub cercano a Pitman en el que algunas tardes iba con mis amigos italianos, el francés y el chipriota. Era aún temprano pero ya de noche en Bloomsbury: allí hablábamos de nuestras cosas antes de recogernos, de nuestros proyectos, nuestros sueños, nuestros problemas, en una hermandad que me hace recordar de aquellos tiempos esos buenos amigos junto a muchos otros y otras que me acompañaron en aquellos días y experiencias que siguen allí imborrables.
Disfrutaré de nuevo de esas sensaciones en la ciudad más increíble del mundo, Londres.