"París era una fiesta" es el título de la autobiografía póstuma de Ernest Hemingway que la editorial Scribners publicó en 1964. Aunque la traducción al castellano nos suene estos días tan oportuna y certera, el título original era "A Moveable Feast" ("Una fiesta móvil"), un concepto que define a nuestra Semana Santa, nuestra Feria, y a todos esos acontecimientos que no tienen una fecha fija en el calendario.
Como bien sabemos los sevillanos, las fiestas consiguen suspender las rutinas, las guerras y las inflaciones disparadas. La ciudad que vivió Hemingway era la de una juventud despreocupada y pobre, aunque sabedora del respaldo familiar, en la que la vida era un sueño continuo como el que retrató Woody Allen en Midnight in Paris.
Las imágenes de la Torre Eiffel y Trocadero como fondo para partidos de vóley y el Sena convertido en un gran vaso de natación, nos llevan a otro paisaje imposible con tintes de aventura de Julio Verne. En momentos de zozobra o agotamiento la utopía es una vía de escape muy socorrida; lo excepcional de París 2024 es poder ver la utopía construida, el verbo hecho carne.
Para encontrar algo parecido hay que irse al papel: de las vanguardias rusas a los capriccios de los italianos de Superstudio (1966-1978), las ciudades más sugerentes del siglo XX nunca llegaron a construirse. El ejemplo más claro está en Ivan Illich Leonidov, un joven obrero del puerto de Petrogrado que acabó siendo arquitecto y cuyo Proyecto Fin de Carrera, presentado en 1927, aparece en todos los anales de Historia de la Arquitectura Moderna.
El proyecto para el Instituto Lenin contemplaba una esfera a modo de globo amarrado al suelo con tirantes. La idea de un astro flotante como arquitectura habitable trufó su trayectoria, incorporando pirámides, zepelines y torres infinitas. Su actitud no dogmática le costó la carrera: "Cortadle las alas", titulaba un artículo de la revista juvenil Smena en 1931, en la que se le acusaba de "estar en las nubes" y volar "sobre las alas de la fantasía".
Cuando el pasado día de Santa Ana, muy lejos de Triana, un pebetero esférico quedaba suspendido en el cielo de París, se saldaba una deuda con Leonidov y todas las arquitecturas fantásticas jamás construidas. Por encima de toda la parafernalia de los juegos, el globo luminiscente está siendo el objetivo preferido de los fotógrafos, conscientes de la excepcionalidad de lo efímero.
En Sevilla tuvimos nuestros globos particulares en el 92, con el Heliotrón y el Palenque de Prada-Poole, o la esfera bioclimática hoy tristemente inactiva. También en el 29, cuando el vuelo del zepelín Graf, dos años después de las utopías de Leonidov, dibujó una postal difícil de creer con la Giralda amenazada por una gran máquina voladora.
Como Sevilla, París también evolucionó a ritmo de grandes acontecimientos. Abanderada en la construcción del espíritu europeo, la Exposición Universal de 1900 supuso la construcción del Grand Palais, un alarde tecnológico para la época que durante estas semanas hace las veces de pista de esgrima.
La postal de la gran estructura de acero y vidrio convertida en estadio coincide con dos noticias locales: la decisión de utilizar las naves de la calle Calatrava temporalmente como aparcamiento para las patrulleras de la Policía Local y la recuperación del mobiliario urbano regionalista –si es que algún día lo tuvieron– de San Jacinto, plaza del Triunfo y Alameda.
La sucesión de anuncios invita a pensar en que si los constructores de la Gran Exposición parisina de 1900 hubieran aplicado esa misma lógica ecléctico-historicista, París no hubiera salido nunca del gótico, ni el magnífico palais se hubiese construido, acusado de majadería contemporánea.
El complejo en el que se integra el Teatro Alameda, que ya perdió una de las cuatro naves originales, cuenta con una protección parcial grado 1 y una calificación de Servicio de Interés público y social en el PGOU. En 1988 fue intervenido por Ignacio de la Peña Muñoz con una rehabilitación intencionadamente sutil, lo que permitió al gobierno anterior proponer su recuperación como centro de danza, una idea que ahora se desecha por el momento. París saca brillo a sus joyas y Sevilla convierte una de sus piezas industriales más interesantes en aparcamiento.
La decisión se justifica con los mismos argumentos que utilizaba en la revista soviética para censurar al joven Leonidov: unas cocheras son mucho más útiles que un centro de danza. En mitad de un conflicto por las horas extra entre el Ayuntamiento y la Policía Local, la cesión de las naves suena a intento por apaciguar los ánimos. Con las fuerzas del orden satisfechas y los sevillanos desconcertados, da la sensación de que la ciudad se nos escurre de las manos como uno de esos globos de helio perdidos en el cielo.