La velocidad de nuestros días hace que los viajes en avión, sin cobertura ni wifi, sean una pieza extraordinaria de coleccionista. Aunque haya sucumbido a la descarga de series, películas y listas de reproducción, procuro cuidar esas dos o tres horas de desconexión dándole espacio a la lectura o al dibujo. Entre cintas, controles, colas de espera y duty-frees suele aflorar el aburrimiento, casi siempre prólogo de una idea provechosa o un boceto acertado. El aislamiento se acaba cuando las ruedas de la nave tocan el suelo. Los móviles empiezan a sonar y, yo el primero, me llevo las manos a los bolsillos.
La semana pasada la vuelta a la realidad me recibió con un golpe de estado en Bolivia. Tras los mensajes de WhatsApp, la siguiente parada fue esa, saber qué había pasado en ese rato ridículo, ínfimo, convertido en un océano de tiempo si aplicamos la vara de medir de los gigabits por segundo. Al final el golpe se quedó en intento, y pronto las noticias se fueron relevando en una auténtica competición olímpica. La senectud de Joe Biden, el insulto gráfico del cartel del orgullo de Sevilla, varios incendios veraniegos, la alcaldesa de Valencia comparando el colectivo LGTBI con el Alzheimer, el hijo de Bárcenas lamentando los apellidos franceses de dos jugadores de la selección, los insultos racistas a Ana Peleteiro, los halagos de Felipe González a Meloni, la muerte de Cristina Alberdi, las elecciones de Francia y –algo es algo– la renovación del CGPJ. Un tsunami de catástrofes y urgencias abrumador, agotador, que además de volar lejos animan a cavar un hoyo en el que enterrarse.
Nunca he tenido intención de esconderme bajo tierra, pero sí de coger el primer vuelo para esquivar tragos no deseados. Por ejemplo, en los derbis. Siendo momentos trascendentales sólo para quienes disfrutan de la escasez de preocupaciones, admito que durante una época fueron el drama o la alegría del año. Reconozco haber simulado una huida en avión escondiéndome en los cines Avenida en aquella vuelta de octavos de final de la UEFA de 2014. Vi “Ocho apellidos vascos” con tal de ahorrarme la intensidad asfixiante que suelen destilar los (queridos) amigos béticos, crecidos entonces tras un 0-2 en el Sánchez Pizjuán. Más pendiente de los móviles de los vecinos de butaca que de la película, los 98 minutos de encierro fueron una tortura. En ese rato imaginé todo tipo de posibilidades, desde una goleada en contra al retorno del busto de Lopera. Cuando salí me di cuenta de que el experimento no había funcionado. La remontada estaba cerca, pero nadie me libraba de la lotería de los penaltis. La lección fue clara: mejor afrontar la realidad que fustigarse imaginando multiversos de desgracia.
Cuando las preocupaciones serias llegaron, viendo la ineficacia de las salas de cine, volví a soñar con coger aviones hacia muy lejos. Los días en los que supe de la enfermedad de amigos y familiares; los momentos de tristeza inexplicable; las semanas santas lluviosas; la degradación de la política; la asfixia económica más cercana. Si no fuera por el alto precio de los billetes, el espacio aéreo sería el diván perfecto en el que desahogarse. Un cielo atestado de escapadas narcóticas, de trayectos liberadores, de búnkeres sin cobertura en los que encerrarse para silenciar el ruido de la superficie.
Aún no se ha descubierto la fórmula para trasladarse a mundos paralelos, así que la tozudez del tiempo y el espacio, lineales, finitos y unívocos, hacen de la realidad una experiencia cruda, a veces inexplicable. Marine Le Pen, hija de un implícito colaboracionista, ha barrido allí donde se fundaron los pilares que nos sustentan. Sin subirse a ningún avión, pisando el barro de la Francia rural, se propone amputar la universalidad de la Quinta República: libertad acotada, igualdad reservada a los “pura sangre” y fraternidad vetada a los productos españoles.
La historia –y los derbis– nos enseñan que de nada sirve cerrar los ojos y subirnos a un avión con destino a los días azules de la infancia. El riesgo de que la ola nos acabe ahogando seguirá creciendo si nos ponemos de perfil, y ni el más alto pico de los Pirineos será capaz de sostenerla. El bando correcto de la historia se vacía poco a poco mientras reservamos, felices, un asiento en ventanilla y un menú con palomitas. "Yo veía la tormenta venir, pero no creía que estallara tan pronto", advirtió Bernarda Alba en 1936. Desde entonces reposa Federico en un hoyo cavado en la tierra.