Las ciudades y las personas se parecen bastante. Sus idas y venidas, sus puntos álgidos y sus malas rachas. Sevilla, por ejemplo, vive sumida en la nostalgia desde la constitución de la sociedad “Cartuja 93”. Ya el nombre era toda una declaración de intenciones: un intento por tirar para adelante, por no querer escuchar el “92” ni en pintura. Salir airosos del torrente de inversiones e ilusiones de aquellos meses era una quimera, por eso la ciudad recurrió rápidamente a la siguiente cifra, como cuando deseamos con impaciencia que llegue nochevieja para que la cuenta se ponga a cero y poder así renovar los compromisos incumplidos.
En ese discurrir de años desde que nacemos, suele haber un momento culmen en el que nos quedamos atrapados. Lo conservamos en un ámbar mental que se traduce en una sonrisa secreta, esbozada mientras fregamos los platos, paseamos al perro o llevamos a los niños al colegio. Nos evadimos pensando en lo felices que éramos. Cuando la Sevilla de 2024 piensa en sus años de alegría máxima, aquellos en los que se veía capaz a comerse el mundo y tener un papel relevante en el mañana, se le viene a la memoria 1992.
El mañana ya es ayer, y Sevilla perdió el tren.
El tren está perdido y la nostalgia instalada inevitablemente cuando vemos las fotos de la Cartuja hace 32 años y las comparamos con la degradación actual del Jardín Americano, el pavimento levantado de sus plazas, la sequedad de sus fuentes o la desaparición de algunos pabellones icónicos sustituidos por arquitectura de baja estofa. La frustración alcanza el llanto cuando conocemos la próxima recalificación de los suelos del canal junto al Pabellón del Futuro y la compatibilidad de usos hoteleros. Ya en su día las obras de rehabilitación de ese pabellón sufrieron la tiranía del criterio económico en la adjudicación de su ejecución. “Todo es muy chusco”, resuena en las esquinas. Los suspiros que provoca la catarata de decisiones altamente discutibles de José Luis Sanz sumen a la ciudad en una de esas malas rachas anímicas que comentaba.
No es una obcecación personal ni una opinión caprichosa: con un libro de historia reciente en la mano, el patrimonio urbanístico que nos legó la Exposición Universal de 1992 tiene unos valores perfectamente delimitados y tasables. En ausencia inexplicable de instrumentos de protección, la responsabilidad de conservar esos valores recae en el sentido común de sus dirigentes. En ausencia de este, sólo queda la sociedad civil.
La realidad es que el Plan General de Ordenación Urbana (PGOU) de 2006, además de olvidar incluir el uso residencial en la isla, se limitó a proteger el ámbito más inmediato del Monasterio de la Santa María de las Cuevas. El debate sobre la pertinencia de las viviendas es lícito y valdría la pena abrirlo –ya en su día las presiones ministeriales impidieron hacerlo–, pero lo que no es materia de discusión es que el proyecto urbanístico para la Expo, una síntesis de las propuestas de Emilio Ambasz y José Antonio Fernández Ordóñez tras concurso internacional, suponen un ejemplo indiscutible de un patrimonio del que no vamos sobrados: el contemporáneo. La idea de Ambasz consistía, precisamente, en construir un nuevo paisaje en torno al agua, generando una secuencia de lagos, canales y colinas que se vio reducida a un único gran lago y el citado canal. La recalificación anunciada no sólo desvirtuaría la percepción del magnífico Pabellón del Futuro, sino el del recinto en su conjunto, atentando contra su lógica fundacional.
En una ciudad desnortada que parece haber olvidado quién fue, la otra noticia de la semana ha sido la remodelación de la plaza Nueva, conocida gracias a una filtración interesada a un periódico local. "La plaza Nueva tendrá una imagen historicista”, recitaba el titular. Toma del frasco, Carrasco. No sólo cogemos la retroexcavadora para modificar la topografía y el espíritu de la Isla de la Cartuja, sino que en el centro del poder civil de la ciudad, en su plaza Mayor, la idea innovadora es introducir un pastiche de estructuras de forja, merenderos decimonónicos y bancos neoclásicos. O yo no entiendo nada o esta ciudad ha pasado de vivir en la nostalgia a vivir en la locura.