La ciudad de Roma tuvo entre 1976 y 1985 un asesor de cultura que sobrevivió a tres alcaldes. En ese tiempo revolucionó la forma de relacionarse con las ruinas, asfixiadas entre un tráfico diabólico y la admiración de los viajeros. El programa de Renato Nicolini –que además de asesor era arquitecto, dramaturgo y escritor– proponía dar un uso público a esos mastodontes de ladrillo y piedra que, mirándose de reojo, convivían con la Roma contemporánea. El primer ciclo del “Estate Romana” (“Verano romano”) transformó la Basílica de Majencio en un cine al aire libre, el arco de Constantino en escenario de teatros gratuitos, el Coliseo en telón de fondo de proyecciones o el túnel del Traforo de Umberto I en una discoteca pública. Los veranos siguientes se convirtieron en un periodo de ilusión para los romanos que, con la mandíbula predispuesta al asombro, esperaban qué resorte mágico les había preparado esa vez el bueno de Nicolini.

Los tres míticos alcaldes, Giulio Carlo Argan, Luigi Petroselli y Ugo Vetere, entendieron que la cultura no era negociable, ni munición para batallas políticas, sino una herramienta de cambio social y la aplicación más eficaz de lo que Lefebvre llamaba “derecho a la ciudad”. Nuestro Renato Nicolini particular fue Víctor Pérez Escolano, quien desde el Partido Comunista –como su homólogo romano– revolucionó la escena cultural y urbana tras la muerte de Franco. Sin miedo y asumiendo riesgos.

Entre 2023 y 2024 hemos tenido tres directores del Instituto de la Cultura y las Artes de Sevilla (ICAS). Con la particularidad de que la última dimisión, en un acto de entrega de armas, fue cubierta por un ingeniero sin experiencia previa en gestión pública, aunque sí en galerías privadas. Reclamar hoy la venida de un demiurgo a la altura de Nicolini sería demasiado, pero parece lógico exigir un proyecto (o proyectito) de ciudad. 

Para buscar inspiración no hay que irse a la Caput Mundi ni viajar en el tiempo. En Logroño, en 2015, el ayuntamiento de la popular Cuca Gamarra impulsó “Concéntrico”, un festival de Arquitectura y Diseño que por concurso público proponía la construcción de pabellones e instalaciones efímeras en plazas y calles. Este año se han cumplido diez ediciones, con un crecimiento exponencial en participación local y propuestas internacionales. Como los romanos, los logroñeses aguardan anualmente la transformación de sus plazas en grandes faros de luz, en bosques de papel o altares vegetales. Dar un paseo virtual por el archivo fotográfico del festival es un ejercicio de riesgo extremo para cualquier sevillano. Riesgo de frustración. Mientras aquí se debate sobre qué modelo de farola colocar en esta o aquella esquina, en una ciudad con un presupuesto notablemente menor se concentran las mejores propuestas de diseño efímero europeo. Bravo por Logroño y por Cuca Gamarra (la de 2015). 

Los intentos por hacer algo parecido aquí se pueden resumir en las recordadas ediciones de “Cita en Sevilla” –con Miles David cenando pavías en Casa Morales–, la Bienal de Flamenco de las primeras ediciones –cuando se sacaba a las plazas y calles–, las tres ediciones de la Bienal Internacional de Arte Contemporáneo (BIACS) de Juana de Aizpuru –condonando la roncha presupuestaria que dejó– y la breve iniciativa “Calle Cultura” impulsada por Antonio Muñoz, ahora olvidada en algún cajón de Plaza Nueva. 

Aunque el motor cultural municipal vaya a ralentí, se ha extendido la sensación de vivir en un continuo estado festivo. Esta última Semana Santa, tan extraña, nos ha dejado muchos litros de agua, cientos de párrafos en prensa, millones de tuits y una peligrosa idea que se postula a mantra local: Sevilla como una ciudad de excesos, desbordada, irrespetuosa. Uno se pregunta qué intereses se esconden detrás de esa suerte de Concilio Vaticano-sevillano (no sólo cofrade sino también cultural) que busca restringir nuestra forma de vivir el espacio público, volver a unas normas de comportamiento y decoro predemocráticas, aplicar una austeridad forzada en blanco y negro. Sevilla nunca fue protestante, y a los pocos que no supieron disimular se les pasó por la pira. Hoy no hay pira, pero hay redes sociales, cancelaciones, castigos públicos y un ambiente que da miedo. 

Ese mantra de los excesos se extiende de arriba y abajo, de izquierda a derecha: pisos turísticos, la Feria de siete días, las Atarazanas, los veladores, un gobierno estatal ilegítimo, los incesantes patinazos del Ayuntamiento... Todo parece estar a punto del colapso y toda noticia se convierte en “Última hora”. Parece que algunos firmarían gustosamente la crónica del fin del mundo mientras el barco se hunde. “Cada vez paseo con más tristeza por Sevilla. Estamos librando la última batalla por la ciudad.”, afirmaba en 2018 (¡qué dirá ahora!) Joaquín Egea, presidente de ADEPA, en una entrevista del Diario de Sevilla. El barco no se hunde, pero hay que hacerle unos buenos remiendos con el sosiego de Adolfo Suárez, la valentía de Nicolini y el consenso de Von der Leyen, por evitar ejemplos locales. 

La semana pasada se anunciaba la concesión de las medallas de la ciudad, una de ellas otorgada precisamente a Egea. Su asociación, abanderada de algunas batallas loables como la protección del regionalismo del viejo Nervión, ha judicializado proyectos cruciales –con millones de euros de inversión perdidos–, desde una posición beligerante ante cualquier atisbo de renovación. Si repasamos la situación del ICAS, el presunto cohecho del gerente de Urbanismo y alguna medalla que otra, resulta difícil saber hacia dónde se dirige una ciudad que premia la batalla sin cuartel contra lo contemporáneo. La escuela conservacionista de Rafael Manzano, un sabio de la arquitectura y líder espiritual de ADEPA, es una corriente que el tiempo decidió orillar para avanzar. Esa Sevilla que quiso ser Universal en el 92 debe decidir ahora si prefiere ser una ciudad pintoresca del sur de Europa o una capital con retos de futuro. 

Sea cual sea la decisión, hay vida después del regionalismo. Les aseguro que hay alternativas al tratamiento infantiloide de los edificios históricos como si de menores tutelados se tratase. La sensibilidad de Paco Reina en el recién inaugurado Claustro de Legos del IAPH, la lección de patrimonio de María González y Juanjo López de la Cruz (Sol89) en la sala expositiva del CICUS o la rehabilitación del convento de Santa María de los Reyes de Pepe Morales y Sara de Giles (MGM) demuestran que la arquitectura contemporánea sevillana goza de una salud envidiable. Quizás ellos también merezcan alguna medalla en recompensa al buen hacer entre presupuestos draconianos, debates de naftalina y tambores de guerra; quizás entre ellos se encuentre el próximo Nicolini llamado a hacer de Sevilla una ciudad más habitable.

Nadie lo sabe, pero con la policía de la moral en guardia, los tres concejales de Vox a las puertas del gobierno, el ICAS en un impasse y la Gerencia de Urbanismo en los juzgados, propongo el nombramiento de la Virgen de la Estrella (otra de las medallas de este año, por cierto) como delegada de Cultura. Así tendríamos asegurada la valentía, que buena falta nos hace.

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