A estas alturas, muchos habéis abandonado El cuento de la criada. Es comprensible, porque la serie se estancó en las miserias de la misoginia de Gilead en las dos temporadas anteriores, y nuestro ánimo para ver atrocidades tiene un límite. Sin embargo, por si os sirve de algo, la cuarta entrega ha representado una revolución en todos los sentidos, y gran parte de ese cambio fue posible gracias a una reivindicación del derecho de las mujeres de la serie a sentir ira.
Quizá os preguntéis qué tiene de especial la expresión de un sentimiento tan corriente como para que estemos hablando de ello, la respuesta es: mucho. Así nos lo recuerda la activista Soraya Chemaly en su libro Rabia somos todas, cuando dice que desde la infancia a las niñas nos enseñan a sonreír, "una forma de tranquilizar a la gente que nos rodea, una adaptación facial congruente con la expectativa de que situemos a los demás por encima de nosotras. Se espera que seamos más complacientes y menos asertivas o dominantes".
Si eres mujer y alguna vez te has preguntado por qué lloras cuando tienes rabia o estás frustrada, es porque así es como nos han enseñado a canalizarla. Y hemos aprendido obedientes. Históricamente, la rabia ha sido borrada del espectro de emociones aceptadas socialmente en las mujeres. Por eso, una reacción exaltada es entendida en función del género de quien la exprese. Si es un varón, se asocia con valentía, convicción, pasión, seguridad o liderazgo. Si quien la manifiesta es una mujer, entonces es alguien que ha perdido las formas, una histérica, hostil, desagradable, temperamental, irracional, feminazi o exagerada. Que se lo pregunten si no a Elizabeth Warren, Hillary Clinton o Serena Williams.
La sociedad nos ha enseñado a ignorar, disimular y a transformar nuestra rabia en otra cosa, la que sea. Por nuestro bien, dicen, porque no es una emoción sana. Esto lo vemos muy claramente en una escena del episodio 8 de la cuarta temporada de El cuento de la Criada, una de las mejores de toda la serie (dirigida, por cierto, con mucho acierto por su protagonista, Elisabeth Moss) y, desde luego, decisiva en el devenir de esta última entrega.
La escena en cuestión transcurre así. Durante una sesión de grupo de excriadas que ahora viven en libertad, estas refugiadas intentan expresar de la forma más conciliadora posible sus complicados sentimientos ante el suicidio de una Tía (las mujeres al servicio del sistema encargadas de controlarlas en Gilead). Una de las allí presentes sufrió las consecuencias directas de los actos de esa mujer mientras estuvo en cautiverio. Después de que todas intentan hacerla sentir mejor, porque piensan que se siente culpable de esa muerte, cuando, por fin, le preguntan a ella cómo se siente, ella responde: "me siento... genial". La persona que dirige el grupo señala que la rabia es válida, pero la vida no puede girar en torno a ella, a lo que otra discrepa y le pregunta "¿por qué no?".
Exactamente, ¿por qué no? Cómo no van a estar furiosas, lo normal es que sientan deseos de quemarlo todo. La rabia es una respuesta racional y emocional al abuso, la humillación y el trauma que han vivido. Sentir furia y poder manifestarla es la reacción lógica ante esas situaciones. El cuento de la criada le dio a sus mujeres el derecho a experimentar la ira. Hizo una reivindicación de esa emoción negada sistemáticamente al género femenino y encontró su clímax en una salvaje escena final que, si bien es susceptible a un debate ético-moral, es profundamente satisfactoria y placentera a niveles que no habíamos imaginado.
La ira tiene mala reputación, pero es necesaria, liberadora y catártica. Por supuesto que tenemos rabia, solo hay que abrir Twitter o leer las noticias para entenderlo, y no podemos seguir ignorándola para evitar incomodar a los demás. Como diría Paquita Salas, "no estamos locas, estamos hasta el coño".