En el estreno de Euphoria, muchas críticas giraron en torno a la escena con 30 penes en los vestuarios de un instituto. Se entendió como una lectura hiperbólica de la indulgencia de la generación Z con las drogas y el sexo, se le atribuyó una intención provocadora que quería llamar la atención escandalizando al espectador adulto. Pero lo único que siempre ha querido provocar Euphoria es empatía. Su protagonista es una adolescente en duelo que vive con enfermedades mentales diagnosticadas a las que ha sumado la adicción a las drogas. Y Sam Levinson sabe de lo que habla, porque él es Rue. Esta serie nos duele porque le duele a él.
Cuando Zendaya anunció hace unos meses en una entrevista que el equipo rodaría dos episodios que servirían como puente entre la primera y la segunda temporada, no podíamos imaginar que el resultado iba a ser tan portentoso como ha sido. La serie de HBO destacó por muchas cosas en 2019, entre ellas, su apabullante propuesta visual, pero con Trouble Don’t Always Last, el primero de estos especiales, nos demostró que todo aquello está bien- como también lo está que nos guste-, pero que para contar su historia le basta una localización, dos actores y unos diálogos escritos con el alma desnuda para mantenernos anclados a la pantalla. Para hacernos pensar, sentir y para remover nuestro interior.
Ese especial fue, básicamente, una conversación de una hora entre dos personas, por lo que muchos dirán que es una obra de teatro filmada. Pero es televisión. Televisión gloriosa de la que nos hace hablar con grandilocuencia de edades doradas o de platino, televisión orgullosa de serlo sin necesidad de compararse con otros medios. No es teatro y tampoco es cine, esto es una historia narrada con lenguaje audiovisual en estado puro rodada para la digna y continuamente menospreciada televisión.
La mirada de la cámara y la precisión del montaje nos guían durante todo el viaje con los encuadres, el ritmo, la iluminación y la música. Todo está medido con absoluta precisión, especialmente, la perfecta duración de cada plano. Y la mejor muestra de ello son esos 20 segundos en los que miramos fijamente el rostro de Rue hasta que, finalmente, consigue responderle a Ali cómo quiere que la recuerden su madre y su hermana. Ese momento es sublime, de los que se quedan para siempre en la cabeza, el estómago y el corazón. De los que nos harán llorar en cualquier momento con solo pensar en ellos.
A partir de una escena que tenía escrita para esta segunda temporada, y sin recurrir a los alardes técnicos a los que nos tiene acostumbrados, Levinson, el creador (y director de este y varios episodios) de la serie, confió en la honestidad de sus diálogos y en la inconmensurable capacidad interpretativa de Zendaya y Colman Domingo. El resultado es una profunda, descarnada y valiosa reflexión sobre lo que implica vivir con una adicción, sus retos, los miedos que genera, la incomprensión social y la estigmatización que la rodea; sobre la vida, la familia, la muerte, la religión, el amor, el perdón, la posibilidad de redención, y todo lo que hay en medio.
Euphoria ha confirmado lo que muchos ya sabíamos, que cuando difumina su característica y vibrante paleta de color, pone estática su cámara y se quita la purpurina sigue siendo Euphoria. Viendo este episodio es fácil imaginar que muchas personas encontraron algunas respuestas que habían estado buscando siempre, respuestas con las que pueden empezar a comprender una realidad que es muy complicado racionalizar. Es posible que alguien sintiera que en algún momento debió haber sido el Ali de la Rue que tenía cerca y necesitaba una ayuda que no sabía cómo pedir; que no sabía que merecía. Quizá Euphoria es la forma que ha encontrado Levinson para explicarle a la gente importante para él que ser adicto no es una elección.
Y también puede que sea una carta que se escribe a sí mismo para aprender a perdonarse. Porque a veces, solo necesitas escuchar a alguien te diga que tiene fe en ti cuando tú la has perdido.