"No vi la explosión. Sólo las llamas. Todo parecía iluminado. El cielo entero. Un calor horroroso. Y él seguía sin regresar (...) A las siete me comunicaron que estaba en el hospital (...) Lo vi. Estaba hinchado, inflado todo. Casi no tenía ojos". Son las palabras que Liudmila Ignatenko entregó a Svetlana Aleksiévich y la Nobel recoge en su sobrecogedora obra Voces de Chernóbil, acerca del coste humano de la catástrofe nuclear iniciada en la madrugada del 26 de abril de 1986. La mujer ucraniana habla de su marido Vasili, uno de los primeros bomberos destinados a controlar el fuego desatado en la central de Prípiat y que fallecería pocos días después a causa de los efectos de la radiación.
El libro coral de Aleksiévich departe de la muerte y del amor, de las consecuencias de uno de los grandes desastres medioambientales de siempre; cuenta las historias de las víctimas y de los héroes anónimos que sacrificaron sus vidas para frenar los efectos del accidente. Leer estos los relatos, directos y desgarradores, imaginarse en aquellas circunstancias, resulta escalofriante; ahora poder verlos, inmiscuirse en el comportamiento de los trabajadores de la planta en los primeros momentos tras la explosión o contemplar la evolución de las quemaduras en los cuerpos de los hombres asignados a las tareas de extinción del incendio, resulta igual de espantoso.
La gran apuesta de HBO para este mes de mayo es Chernobyl, una miniserie de cinco capítulos —escrita por Craig Mazin y dirigida por Johan Renck, que se estrena el día 7— sobre la catástrofe nuclear y sus principales protagonistas, bastante precisa pero que se devora con cierta angustia al conocer de antemano el desenlace. El desastre se inició con la explosión del reactor número 4 de la central durante unas pruebas de seguridad, y una infinidad de materiales tóxicos y radiactivos comenzaron a propagarse por el aire.
Los empleados de la planta son caracterizados en la serie con una cierta ingenuidad: no hacen más que repetir, como si eso les exculpase, el mantra de "no hemos hecho nada mal", mientras parecen desconocer los niveles de radiación a los que se enfrentan. Tampoco tienen ni idea de lo que respiran y tocan los bomberos que desembarcan en la central para apagar un incendio a priori originado en el tejado. Por su parte, los habitantes de Prípiat, a unos tres kilómetros de Chernóbil, con sus hijos que corretean, contemplan esa noche las llamas desde la distancia y al aire libre, sin inmutarse —por ignorancia— ante la lluvia de ceniza radiactiva. Todo se alterará en sus organismos unas horas más tarde.
La producción de la cadena estadounidense retrata también el enfoque político de la catástrofe y cómo las autoridades soviéticas trataron de ocultar y disminuir la envergadura de la tragedia y los índices de radiación "La situación está controlada, me dicen que es el equivalente a una radiografía de tórax", dice uno de ellos. "Es muy importante que este incidente no tenga consecuencias adversas", apunta otro de los mandamases del Partido en la la primera reunión de crisis que se celebra a las 5:30 horas de la madrugada ante el riesgo de que se descubriesen secretos clave de la industria nuclear de la URSS.
Son Valery Legasov (Jared Harris), un científico prestigioso, y Ulana Khomyuk (Emily Watson), una profesora de física nuclear que se alarma ante los niveles de radiactividad que se respiran en Minsk, a unos 500 kilómetros de Prípiat, los que alertan sobre la dimensión del accidente y quienes emplazan a desalojar todas las poblaciones cercanas a la central nuclear. Ambas figuras, junto con la del viceministro Boris Shcherbina (Stellan Skarsgard), que al comienzo defiende que todo está bajo control. como el resto de oficiales soviéticos, y que poco a poco va tomando conciencia de la magnitud del desastre, conforman el núcleo central de Chernobyl y ese enfrentamiento entre políticos cabezones y expertos horrorizados.
La serie, dividida en tres partes —los dos primeros episodios describen la pesadilla desatada tras la explosión del reactor, los dos segundos ahondan en los trabajos de contención de las emisiones de los gases radiactivos y el último en las responsabilidades humanas—, logra una cosa muy positiva: concienciar al espectador sobre todas esas personas que bien por idealismo o por órdenes del estado soviético se jugaron sus vidas para proteger al resto del continente de una tragedia que pudo haber sido mucho peor. Y eso lo consigue sin heroismos ni exaltaciones, con protagonistas anónimos y asustados, pero conscientes de su responsabilidad.
Es el caso de los buzos que se sumergen en las profundidades del reactor para evitar una nueva explosión, de los mineros a los que se les encomienda la misión de construir un túnel por debajo de éste o de los liquidadores que fueron enviados a la zona para llevar a cabo las labores de descontaminación. En muchos de estos momentos, la serie se convierte en una película de terror, con secuencias dramáticas en las que el deber disputa con el temor a la muerte.
Más de tres décadas después del accidente, sobre Chernóbil todavía deambulan muchas incertidumbres. No en cuanto a las decenas de miles de muertos, como el bombero Vasili Ignatenko, que la radiación y sus efectos secundarios se llevaron por delante. "Tenía el cuerpo entero deshecho. Todo él era una llaga sanguinolenta (...) Pedacitos de pulmón, de hígado le salían por la boca. Se ahogaba con sus propias vísceras", recordaría Liudmila, su mujer.
Las primeras personas en acudir a la central nuclear para tratar de controlar las llamas alcanzaron una muerte prácticamente instantánea, enfrentándose a niveles de radiación que superaban en millones de veces la cantidad considerada normal. Sus cuerpos ni siquiera pudieron ser entregados a sus familiares, siendo enterrados en unos féretros de zinc soldados y recubiertos con unas planchas de hormigón. Y luego, preguntas sin respuesta, como las que lanzaría Liudmila Ignatenko: " ¿Por qué hay que esconder a mi marido? ¿Quién es? ¿Un asesino? ¿Un criminal? ¿Un preso común? ¿A quién enterramos?".