Cuando se anunció que Steven Spielberg iba a rodar una nueva versión de West Side Story la primera pregunta que surgió en la mente de todos fue: ¿por qué?. ¿Qué necesidad tenía el director en rodar una nueva versión de la obra cuando la de Robert Wise sigue siendo, a día de hoy, una obra maestra contemporánea y perfecta? Spielberg tenía la espinita clavada de no haber dirigido ningún musical en su larga carrera, y decidió que la obra de Arthur Laurents con música de Leonard Bernstein y letras de Stephen Sondheim era la mejor opción.
Tras ver su nueva versión uno entiende perfectamente por qué. Spielberg vio en aquella maravilla imperecedera una obra que también hablaba del presente. De un presente donde la diferencia de clases también expulsa a los de abajo de sus barrios, donde el racismo sigue señalando a los inmigrantes. Se nota en la reescritura del original realizada por Tony Kushner su interés en subrayar todos los elementos sociales del filme. Se dibuja mejor a los protagonistas, esos Tony y María que en la original quedaban delimitados por la sombra de Romeo y Julieta.
Si uno consigue abstraerse de todo, si uno hace como que la versión de Robert Wise no existe, no puede más que rendirse a la versión entregada por Spielberg. Es impoluta, perfecta en la forma. Espectacular, con una fuerza contagiosa, unos intérpretes que cantan como los ángeles y unos números musicales que lucen como nunca. Sumen a eso a uno de los directores con una puesta en escena más precisa y tienen un musical vibrante que se pasa volando. Nadie narra visualmente como lo hace Spielberg.
Pero, ay, y aquí el problema. Es inevitable para cualquiera que conozca la versión original no comparar constantemente con la obra de Wise y es aquí cuando surge el problema de esta nueva versión, que es tan impecable con ausencia de la magia de la original. Todo lo que tiene de técnica lo tiene de falta de alma. Wise y Spielberg conciben el musical de dos formas diferentes. El primero, aceptando la herencia de las tablas, de la obra de Broadway, pero convirtiendo eso en un elemento narrativo y visual más. Todo en el filme de Wise tenía un punto teatral que él convertía en cinematográfico. Desde esos vestuarios completamente exagerados marcando los colores, hasta esos decorados que parecían teatrales, pero que siempre convertía en una escena mágica gracias a una foto que se alejaba del realismo para adentrarse en lo personal.
Spielberg se va al otro extremo, al de la grandilocuencia. Todo en esta versión es más grande y más espectacular, como deja claro desde ese comienzo con un plano secuencia que baja desde el cielo de Nueva York a ese barrio a medio demoler. Del lujo a la suciedad. Una virguería con sentido. Spielberg quiere ser espectacular, pero a la vez realista, como dejan claro esos vestuarios sucios, casi roídos en medio de esos planos increíbles de las calles de la ciudad y esos decorados apabullantes. Pero no siempre esa querencia por epatar funciona, sino que a veces todo lo contrario.
Es el caso del primer encuentro entre María y Tony, fundamental en la historia. Wise convirtió ese primer cruce de miradas en un momento que está en la memoria de todos. Borró todo lo que pasaba alrededor y convirtió aquel gimnasio en un fondo oscuro con luces de colores. Romántico, sencillo, perfecto. Spielberg lleva a los protagonistas detrás de una grada y les hace hacer una coreografía ridícula.
Le pasa a Spielberg que no es capaz de reconocer que había momentos en la película de Wise que eran tan perfectos que no se podían mejorar, pero él decide intentarlo tirando de chequera y de grandilocuencia. Es el caso de la ‘boda’ de los protagonistas, que en el filme de 1961 se consigue gracias a un inteligente movimiento de cámara que convierte una tienda de ropa en una iglesia. Spielberg se los lleva a los cloisters, con una luz entrando por una vidriera y todo más grande y esta vez, no mejor.
Puede que el mejor ejemplo de esto esté en el mítico América, que aquí pone los pelos de punta por la puesta en escena -Spielberg tiene un par de ideas visuales de auténtico genio, especialmente la que hace que el movimiento de un tendedero encuadre a un personaje o a otro-, por cómo la cámara se mete dentro de los bailes, por unas coreografías espectaculares. Peri ni rastro de la energía del América de Wise, que en una sola azotea sacaba más garra, especialmente porque la nueva Anita (Ariana DeBose) no tiene el carisma y la presencia de Rita Moreno. Todos cantan y empastan sus voces a la perfección, pero la perfección no siempre es deseable. Unas voces tan limpias, tan angelicales que parecen diseñadas, irreales.
Hay números que sí que pedían más espectáculo, el propio América a pesar de esas voces de los chicos del coro, o el duelo de bailes en el gimnasio. Spielberg dirige como nadie y además logra una María que funciona a la perfección y un Bernardo que supera al original -David Alvarez es, de lejos, el mejor del reparto-, además de darle a Rita Moreno un secundario emocionante que es más que un guiño a la original. Quien no convence es Ansel Egort, que falla en los momentos dramáticos y con una escena que borda el ridículo. Es la única nota que desafina en el reparto.
Quizás sea una cuestión de expectativas, y quizás sea injusto valorar un filme por lo que fue la primera versión, pero en el fondo es inevitable. Este West Side Story es un disfrute, sin duda, y tiene momentos que mejoran la anterior versión, su Tonight es perfecto y esa Borinqueña -que no existía en la del 61- cantada a capella por los Sharks pone los pelos de punta, pero también es una versión cuyos aportes son menores de los que a uno le gustaría.