Hace pocos días se cumplían dos años de la muerte de Agnès Varda, una de las directoras más importantes de la historia del cine. Una mujer que rompió moldes con su cine y con su personalidad desbordante. En este aniversario, el artista JR, junto al que rodó Caras y Lugares, colgó en las redes sociales un enternecedor vídeo juntos en el que simulaban que él la inflaba como un globo y salía volando. Un momento divertido y emotivo que rápidamente se hizo viral. Una directora de la nouvelle vague, la única mujer del grupo, siendo trending topic. Esa es la magia de Varda, que consiguió una unión especial con las nuevas generaciones.
El cine de Agnès Varda tenía algo especial. Algo que hacía que conectara con el público, que le emocionara desde la verdad, no desde la impostura. “Cuando iba con mi madre, la gente la paraba por la calle, pero no le decían ‘has hecho películas interesantes, buenísimas’, sino ‘gracias por tu cine, me ha emocionado’. La gente la sentía cercana, podía compartir con ella cosas. Daba la sensación de que había algo familiar en su conexión con el público. Conforme fue envejeciendo, eso se convirtió en algo muy importante para ella”, cuenta a este periódico su hija Rosalie, que ha visitado Madrid para acudir a un encuentro con el público con motivo del ciclo que dedica la Filmoteca a la directora.
Ella produjo varias de sus obras, y ahora también recorre el mundo para presentar a la gente las películas de su madre, especialmente a los jóvenes, que son los que descubre que empiezan a conectar con su trabajo. “Las nuevas generaciones que no conocían su cine antes, empezaron a hacerlo con Los espigadores y la espigadora. Gente que ahora puede tener 20 o 30 años y que entraron por el cine y el circuito de festivales, pero también hubo un público que se adentren su cine a través de YouTube, de Internet, por su película sobre los Panteras Negras. En los coloquios a los que iba le obsesionaba saber si entre el público había jóvenes, porque para ella era fundamental darle a las nuevas generaciones las gracias por las ganas de ver sus películas y cine de autor”, añade.
Lo “actual de su cine” es una de las claves de ese amor que le profesan las nuevas generaciones, y por eso una de las misiones de Rosalie Varda es seguir transmitiendo ese legado. “Hay que trasmitir esa curiosidad. Yo trabajo en una empresa familiar -MK2- que distribuye las películas, que trata de conservar y difundir las películas de los grandes directores de aquella época para que ese cine forme parte del patrimonio. Hace falta ayudar a todo ese cine. Si se conserva el arte o la literatura, también hay que hacerlo con el cine, aunque sea un arte más joven. Para el futuro es necesario conocer el pasado”.
Para ello “hay que buscar al público donde esté”. “Estoy a favor de que las plataformas defiendan y tengan cine de autor, es la única manera de que no se pierda y llegue a las nuevas generaciones. MK2 ha vendido a Netflix el fondo de Jacques Demy. Los amigos de mis hijos ya han visto esas películas, y son adolescentes. La pandemia ha hecho que muchas películas vayan directas a plataformas, es el sentido de los tiempos y las tecnologías. En cuanto al cine de Agnès Varda, sé que hay mucha versión pirata, pero yo no hago nada contra eso, no lo denuncio, porque pienso que son copias de mala calidad y que el que las ve en esas condiciones, si le gustan, es probable que luego la busque en buena calidad, busque otras en plataformas y pague por ellas. Es una especie de aperitivo o anuncio”, opina en un argumento que sabe que no comparten muchos de sus colegas en Francia.
La mirada de Agnés Varda era benevolente. No juzgaba a la gente, simplemente quería compartir emociones, sentimientos
Rosalie Varda siempre la acompañaba en los viajes por todos los festivales del mundo, y uno de los sitios que la directora más disfrutaba era España. Había un motivo detrás. Un secreto del pasado que la uniera con la historia de nuestro país. “A ella le encantaba España, acogió en los años 50 a una pareja de exiliados de la dictadura franquista. Una pareja con un niño pequeño. Él era albañil y le enseñó a revelar las fotos en el laboratorio. De todo aquello, mi madre rodó una película, Ulysse. Además, mi madre hablaba muy bien español. Amaba España y vino varios veces con ellos a ver a sus familiares. Era su familia española. Yo le acompañaba muchas veces, me acuerdo de la última vez que vine con mi madre a Madrid, fuimos al Thyssen. La echo de menos cada vez que viajo”, reconoce emocionada.
Para su hija, la filmografía de su madre tiene dos partes: “Una iría hasta el año 2000, porque es ahí cuando empieza a usar la cámara digital y ella ya puede hacer lo que quiera, sin ataduras. Compró esa cámara digital en el aeropuerto de Toki ese año. Era una Sony pequeñita. Llegó de Japón y decía que ya podía filmar todo. Puedo ir a la calle y filmar a la gente, decía. Ella en el documental pensaba que había que abandonar la cámara y esa cámara digital le permitía hacerlo. Por ejemplo, ocurrió en Las espigadoras que la gente con la que hablaba, al final olvidaba que estaba la cámara, cuando hay un gran equipo técnico la gente se despista mirando todas las cosas y no está tanto en lo que quiere contar”.
El cine documental de Agnès Varda tiene una característica, y es la forma en la que mira a sus protagonistas. Mira a los ojos de la clase obrera, saca su dignidad, no es una mirada parernalista. Su hija cree que esos documentales tienen una característica, y era que esa forma de ver a la gente era “benevolente”. “No juzgaba a la gente, simplemente quería compartir emociones, sentimientos. Hay concepciones diferentes, por ejemplo Wiseman pone la cámara y no hay un punto de vista definido una vez la cámara ha sido colocada. Sin embargo, Agnès quería comprender a la persona que tenía delante. Su documental parte de sacar emociones. En sus documentales hay emoción, se reconoce su voz”. Una voz que sigue resonando dos años después de su muerte, y que ha dejado un legado único e irrepetible.