Cada vez que cierra una sala de cine, la memoria colectiva de todos los que la visitaron se ve sacudida. Por allí pasaron cientos de parejas que quedaron en su primera cita para coquetear con la luz apagada, grupos de amigos que alternaban el botellón con el estreno de la semana. Familias que inculcaban a sus hijos la pasión por el cine… tantos y tantos recuerdos vividos en las mismas cuatro paredes. El pasado fin de semana se conocía que los cines donde yo aprendí a amar al cine iban a cerrar. Las salas de Cinesa Zaratán, en Valladolid, anunciaban que ponían el candado definitivo a las 18 salas que desde 2002 habían proyectado miles de películas.
Puede sonar a exageración eso de que yo “aprendí a amar al cine” en esas salas, pero es que para mí no eran unos cines cualquiera. Los conocí como cinéfilo que acudía cada semana a ver una película, pero con 21 años me convertí en parte de esos cines -que por entonces pertenecían a UGC Cine Cité-. Aquel universitario que necesitaba ganar unos euros acabó trabajando rodeado de aquello que más le gustaba. Sí, era un trabajo más, pero me veía rodeado de carteles de estrenos, entrando cada dos por tres en salas vacías, hablando el 90% de lo que más me gustaba… Hasta aprendí a proyectar con película en celuloide. Poco antes de que cambiaran la película por los dichosos DCPs, fui durante meses un aprendiz de Totó en Cinema Paradiso. A mí no me ponía música Ennio Morricone, pero no hacía falta, me sentía emocionado por mirar a través de aquella pantallita como cientos de personas esperaban que el proyector se encendiera.
Recuerdo perfectamente la ‘aplicación’ online que rellené para entrar a trabajar allí. Pedían tus datos y una reseña de la última película que habías visto. Me lo tomé como un examen de la universidad y ‘casqué’ una reseña con toques pretenciosos de cinéfilo de 20 años sobre El perfume, de Tom Tykwer. Realmente lo que escribieras en esa casilla servía de poco, pero en mi mente el cásting se realizaría entre aquellos que más supieran de cine y yo tenía que destacar. Cuando tuve la entrevista personal con la persona que me contrató me comentó que le había gustado mucho lo que había escrito. Quién me iba a a decir que años después me dedicaría, precisamente, a eso, a escribir de películas para los demás.
Lo que realmente aprendí trabajando en aquellos cines no fue a amar las películas. No descubrí directores hasta entonces desconocidos (para eso ya estaba la Seminci), sino que comprendí la importancia de ir al cine. Del acto social de acudir a una sala. De juntarse con cientos desconocidos y compartir las emociones ante una misma historia. Ir, decidir qué película ver, hablar con el taquillero, pasear y ver los carteles de los próximos estrenos, ir con tiempo para ver los tráilers… eso no está en casa. Y lo descubrí porque entendí que no era algo que me pasara sólo a mí, sino que esa ilusión era compartida. En una sociedad enferma de individualismo, ir al cine nos conectaba con lo social y con lo común.
Convertí mi trabajo como taquillero en una pequeña consulta cinéfila. Recomendaba, opinaba… Hasta conseguí unas ‘fans’ que iban los jueves que yo trabajaba para conversar y ver qué película veían. Cuando algún compañero no sabía de qué iba una película, mandaban a la gente a que les recomendara. En aquella taquilla hemos escuchado títulos inventados -’Vente a mi bando’ en vez de ‘Benjamin Button’, ‘Zoo’ en vez de ‘300’- y hasta hemos sido psiconalistas de clientes con ganas de hablar.
Mis amigos tenían la broma, había tocado techo, porque “trabajaba en el mundo del cine”, y en el fondo no se equivocaban. Disfruté como nunca de aquellos años. Me alegraba cuando veía a gente conocida. A aquellos viejecitos que se ponían en la fila supletoria para no molestar a nadie cuando sacaban su minúsculo bocata. Hasta perseguir al señor que se cambiaba de sala los días de diario se convirtió en algo divertido.
Entendí que la ilusión por ir al cine era compartida. En una sociedad enferma de individualismo, ir al cine nos conectaba con lo social y con lo común
Decía Amelie que le encantaba mirar hacia atrás en las sala de cine para ver la cara de la gente mientras veían la película. Trabajando allí yo cambié aquel gesto por entrar con la película a punto de empezar, colocarme en la fila de arriba del todo y ver cómo reaccionaban a aquel milagro. Era mágico ver a todas aquellas personas con los ojos como platos. He visto momentos inolvidables en aquellas salas de las que me acuerdo hasta del número de butacas -450 en la sala 3, 333 en la sala 13-. He escuchado aplausos al final de El orfanato, he oído lágrimas al comienzo de Up, y he visto a adolescentes con las hormonas disparadas aplaudir las escenas de sexo de Mentiras y Gordas. Hasta estampidas en masa de El árbol de la vida, la película que nos obligó a explicar que no ‘era una historia de amor con Brad Pitt, sino una obra de autor’.
Por si todo esto os parece poco, en aquellos cines conocí a mis mejores amigos. Se juntaron en aquellas 18 salas personas diferentes que se convertían durante 20 o 30 horas semanales en una familia. Paseos por los pasillos, acomodar salas juntos… Mucho cine -las entradas gratis para empleados eran como un segundo sueldo para mí- y mucha fiesta. Salir de trabajar los viernes y sábados a las 23 o a la 1 es gasolina para jóvenes con cuatro duros en la cartera. En aquellos cines hasta hemos jugado al escondite -me imagino que ahora que cierran se pude contar- y se han creado mil anécdotas que recordamos cada vez que nos vemos.
Leyendo esto me imagino que muchos pensarán que son lágrimas nostálgicas, pero en el fondo este texto también es un grito de terror. Terror por un país sin salas de cine. Un país donde los niños no descubran las películas de Pixar en pantalla grande y luego corran a tocarla como locos para intentar comprender lo que acaba de ocurrir. No podemos permitir que las salas cierren. Los cines donde trabajé yo no han sido los primeros, tampoco los últimos. Sólo uno más. Pensemos en todo lo que perdemos cada vez que uno cierra y salgamos del sofá. Apaguemos Netflix por una vez y recuperemos la magia de juntarnos, aunque sea con mascarilla y distancia de seguridad.