EEUU no es el mejor país del mundo. No hay una sola prueba que apoye la afirmación de que somos el mejor país del mundo. Somos el séptimo en alfabetización. El vigésimo segundo en ciencia, el cuadragésimo noveno en esperanza de vida, el 178 en mortalidad infantil, el tercero en ingresos por hogar, el cuarto en mano de obra y el cuarto en exportaciones. Somos líderes mundiales en sólo tres categorías: número de encarcelados per cápita, número de adultos que creen que los ángeles existen y en gastos de defensa, ya que gastamos más que los 26 siguientes juntos, 25 de los cuales son aliados.
Claro que lo éramos. Defendíamos lo que era justo. Luchábamos por razones morales. Establecíamos leyes y las derogábamos por razones morales. Librábamos guerras contra la pobreza, no contra los pobres. Nos sacrificábamos. Nos preocupábamos por nuestro prójimo. Poníamos dinero en lugar de hablar y nunca nos jactábamos de ello. Construíamos grandes cosas. Realizábamos avances tecnológicos increíbles. Explorábamos el universo, curábamos enfermedades y cultivábamos los mejores artistas del mundo y también teníamos la mejor economía (…) El primer paso para resolver un problema es reconocer que existe. Así que América ya no es el mejor país del mundo.
El texto anterior son varios fragmentos del monólogo con el que abre el primer episodio de The newsroom, la maravillosa serie de Aaron Sorkin sobre el periodismo y la política de EEUU. No había llegado Trump al poder, pero el guionista escribía una de las mejores escenas de la historia de la televisión en la que resumía muy bien su esencia. Sorkin es un idealista, alguien que cree que su país puede hacerlo mucho, mucho mejor. También es un patriota, pero no de los que creen que esa palabra significa defender siempre a su país, sino exigirle siempre más. No de los que se envuelven en la bandera, sino los que piden sanidad pública.
Si Sorkin siempre había sido político, los acontecimientos de los últimos cuatro años han confirmado su opinión. No es que EEUU ya no sea el mejor país del mundo, es que probablemente ha mostrado su peor versión. Y él está ahí para evitarlo, para cambiar las cosas. Lo hace desde sus guiones. Metralletas de frases brillantes. Dardos a las vergüenzas de un país que ha perdido la noción de lo que está bien y lo que está mal.
La última prueba es El juicio de los 7 de Chicago -que se estrena este viernes en salas y el 16 de octubre en Netflix-, un drama judicial sobre él juicio a siete miembros de grupos de izquierdas por altercados en manifestaciones contra la guerra de Vietnam y el proceso manipulado al que tuvieron que enfrentarse.
Un proyecto que Steven Spielberg le pidió que escribiera para él, pero que finalmente le dijo que lo dirigiera, porque “el momento de hacer la película era ahora”, como confesó en un encuentro virtual con prensa al que acudió EL ESPAÑOL. El juicio de los 7 de Chicago resuena en la época actual más fuerte que nunca, con la muerte de George Floyd en la retina de todos y la eterna lucha, hasta cuándo hay que soportar que pisoteen nuestros derechos. Por eso cree que esta película no es histórica, sino que habla del presente y de muchos sitios.
Un guion de Aaron Sorkin es como el Santo Grial, es como una pieza de música clásica, como una sinfonía, con una precisón… es un texto sagrado
“En todos los países donde hay arrestos y movimientos en la calle siempre va a haber un pequeño grupo que prenda cosas, que provoque caos, pero la derecha explota esas imágenes para decir que todo el movimiento y que todas las protestas hacen eso. La pelea entre Abbie y Tom es la pelea que hay ahora entre la izquierda moderada y los más de izquierdas. Los primeros creen que todos los cambios deben ser por elecciones, y piden que, por favor, no se haga nada, que no se caliente a la policía, pero el resto dicen que están cansados, que es el momento de romper cosas”, dijo en ese encuentro organizado en el American Film Institute.
Junto al resto de sus actores defendió el filme, que se define en una frase que dice el personaje de un Sacha Baron Cohen que apunta al Oscar: “¿Cuál es el precio de la revolución?”, le preguntan a Abbie a lo que él responde, “mi vida”. El actor, hizo su tesis universitaria sobre los judíos que participaron en el activismo negro de los 60 y hasta el año 76, y conocía la figura real que le ha tocado interpretar y al que llegó a entrevistar. Coincide con Sorkin que esta dicotomía sobre cómo actuar está presente “ahora entre los moderados y la izquierda dentro del partido demócrata”, y pone como ejemplo las manifestaciones por el Black Lives Matter, que califica como “protestas llenas de coraje que arriesgan su vida por los derechos de la democracia”.
Baron Cohen fue más allá, y cree que esa decisión que tomaron a finales de los 60 los protagonistas del filme se va a dar dentro de poco. “Va a ocurrir, por desgracia. Qué hacemos cuando nos amenazan con quitarnos la democracia, ¿nos levantamos o no?”, comenta el actor que cree que puede que si Trump no aceptará el resultado de las elecciones, como ha dejado claro varias veces, habría que “ir a las calles, porque si no dejaremos que esto sea una autocracia”. “No sé si esto pasará, pero viendo como se ha socavado a las instituciones públicas, creo que la gente va a tener que tomar esa decisión que tomaron ‘Los 7 de Chicago’: ¿nos levantamos o no?”, zanja.
Para el actor, que prepara una secuela de Borat para estrenar el día antes de las elecciones, “todos queremos decir un guion de Aaron”, al que califica como “el Shakespeare moderno”. Algo que también comparte Jeremy Strong, que tras ganar el Emmy por su papel en Succession se luce en la película: “Un guion de Aaron Sorkin es como el Santo Grial, es como una pieza de música clásica, como una sinfonía, con una precisón… es un texto sagrado, y lo normal no es sentir eso con un guion. Este es uno de los mejores guiones que he leído y no podía llegar en un momento más importante”.
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