Los viajes cinematográficos de Woody Allen alrededor del mundo han sido bastante irregulares. De la genialidad de Match Point o Medianoche en París al descalabro total de A roma con amor, pasando por la postal barcelonesa con Oscar a Penélope Cruz incluido que fue Vicky Cristina Barcelona. El propio realizador reconoce que no piensa en esos lugares como escenario para las historias que quiere contar, sino que en su cabeza todas ocurren en Nueva York y las va adaptando según quién produzca. Y seguro que eso ha ocurrido con su nueva película Rifkin’s Festival, que ha inaugurado el Festival de Cine de San Sebastián por todo lo alto y con el director, que no tiene ordenador, entrando por Zoom en una de las aperturas de más relumbrón de los últimos años.
A Woody Allen le ha rescatado España (y Jaume Roures) en su momento más bajo, cuando todos le habían dado la espalda. Amazon no quería estrenar su anterior filme, la editorial de sus memorias se bajaba por miedo a las reacciones, y su ritmo de rodar una película por año se paraba de golpe. Así que Allen, a cambio, les ha regalado una película que si bien no se puede incluir entre lo mejor de su filmografía sí que supone un soplo de aire fresco en una industria en la que todos repiten fórmulas y sólo se confía en las superproducciones de 200 millones de dólares. Lo que Allen ha hecho en Rifkin’s Festival es un hermoso homenaje a la historia del cine. Un homenaje literal, ya que el filme recrea varias de las escenas más importantes del cine de autor que le han marcado.
No conviene desvelar la magia de la película, ya que en estos guiños reside todo su encanto. Allen sueña en blanco y negro con una infancia que sale de Ciudadano Kane, y enfrenta a dos interesas amorosos en una fusión de caras en sueco con la que se rinde a Bergman. Son guiños de genio, de un hombre que ama el cine, pero no todo, el cine de autor. De aquellos artistas europeos que le marcaron y que arriesgaron. Cualquier cinéfilo disfrutará como un niño descubriendo todas las referencias que están realizadas con muchísimo gusto e ironía.
Es verdad que la historia central de la película es la de siempre. Un hombre hipocondríaco, profesor de cine, acompaña a su esposa, publicista, al Festival de San Sebastián, donde representa a un director joven, atractivo y exitoso, lo que provocará todos los celos e inseguridades de su pareja, que acabará conociendo a una doctora española (Elena Anaya), de la que quedará encandilado y que le descubrirá todos los encantos de San Sebastián, que por supuesto tiene que mostrarse en todo su esplendor con la maravillosa luz de Vittorio Storaro.
Pero aunque el esqueleto sea débil, y realmente las idas y venidas de los personajes no sean tan atractivas, es en el envoltorio donde Woody Allen consigue que la película destaque. Y no son sólo esos arrebatos cinéfilos. También Allen consigue realizar una ácida crítica de los festivales y del cine de autor pedante y presuntuoso, con ese director de cine al que da vida un Louis Garrell que se ríe de sí mismo y que da vida a un magnético realizador capaz de conseguir la paz en el mundo con sus obras políticas y subrayadas. El francés tira de encanto -tiene a raudales- y hacia él van todos los dardos contra el mundo del cine y la industria actual.
Rifkin’s Festival no va a entrar en esas malditas listas de las mejores películas de Woody Allen que todos nos empeñamos en hacer, pero siempre es un placer reencontrarse con ese tono liviano, nada pretencioso del director, que además esta vez homenajea con muchísimo sentimiento a todo el cine que le ha hecho ser cómo es.