Cuenta Martin McDonagh en sus entrevistas sobre Tres anuncios en las afueras que la ira, la indignación, fue el punto de partida de su película. Obviamente, no es un motor nuevo o poco habitual en el thriller, género al que la película pertenece, al menos en parte. Y es razonable que sea la base de un filme sobre el deseo de venganza de su protagonista (Frances McDormand), una mujer dispuesta a encontrar al culpable (o culpables) de la violación y del asesinato de su hija adolescente.
También tiene todo el sentido que sea la consecuencia más directa de su indignación ante la ineptitud de la policía de Ebbing, la pequeña localidad de Misuri donde reside, para resolver el caso; concretamente la del shérif (Woody Harrelson) de ese lugar perdido en el Medio Oeste de los Estados Unidos. Lo interesante es, por un lado, la forma en la que en director de Escondidos en Brujas (2008) y Siete psicópatas (2012), también guionista del filme, expone esa ira y, sin firmar ni mucho menos una película de tesis, cavila silenciosamente sobre ella. Por otro, la conexión de su película en ese sentido con otras propuestas recientes que, aun de géneros (o subgéneros) dispares y con premisas muy distintas, muestran el enfado de los personajes de una manera similar.
Son películas muy diferentes (aunque, bien pensado, dos no lo son tanto), pero un hilo invisible pero resistente une Tres anuncios en las afueras, recientemente premiada con cuatro Globos de Oro, entre ellos los de mejor guión y película dramática, con Ya no me siento a gusto en este mundo (2017; disponible en Netflix) o la recién estrenada en España Qué fue de Brad (2017). Los dramas y los móviles de sus personajes son totalmente distintos, siendo sin duda los de Mildred, protagonista de esta historia, los más duros de todos. Pero hay algo en común en todas estas películas. Sus directores, que casualmente son también sus guionistas, parten en ellas de historias íntimas para expresar un malestar común ante el absurdo, la desazón y la oscuridad del presente.
Son solo tres muestras de cómo el cine contemporáneo parece haberse dado cuenta de que una buena manera de reflejar un mundo que se desploma, tan válida como (el buen) cine de denuncia o la sátira política y/o social, es enseñarnos la impotencia y, sí, la ira de los que lo habitamos. En este sentido, aunque es lógico verla como una radiografía de la América profunda al tratarse de su escenario y tener una iconografía tan marcada (lugares, personajes y situaciones conectan con una tradición cinematográfica y literaria totalmente asimilada), aunque es tentador etiquetarla por su contemporaneidad como una sátira de la Norteamérica de Donald Trump, Tres anuncios en las afueras trasciende su espacio para reflejar un sentir generalizado.
Un enfado y una rabia que, por desgracia, nos alcanza a todos. De ahí las tres enormes vallas publicitarias que Mildred contrata en las afueras de su localidad, donde recuerda en letras enormes sobre fondo rojo que el crimen de su hija sigue sin resolverse, que la policía lo ha hecho muy mal. La tragedia, la impotencia y el enfado no se quedan en Ebbing, te esperan a la salida para que te acuerdes de ellos y te acompañen.
Todo esto puede sugerir que Tres anuncios en las afueras es una película incómoda, arisca o antipática. Como arisca y antipática, obviamente con razones para estar enojada con el mundo, es su protagonista, interpretada por una magnífica Frances McDormand. No es exactamente así. El filme de Martin McDonagh no se acaba con los créditos finales. Deja huella y el cuerpo raro. Pero, pese a la indiscutible dureza de su historia, es insólitamente cautivadora y, por increíble que parezca, muy divertida. Todo tiene que ver con la precisa escritura de su autor, también con la comprensión de los actores de las muchas capas de sus personajes.
Para lo bueno y para lo malo, Tres anuncios en las afueras es el filme de un guionista (que además es dramaturgo). A ratos es imposible no embobarse con los trucos de magia de McDonagh, con sus brillantes juegos de palabras, con sus batallas verbales demasiado escritas. A veces parece ser él el que habla en vez de sus personajes, pues hay cierta falta de sincronía entre cómo son algunos de ellos y la abrumadora brillantez de sus réplicas (quizá el caso más claro sea el del policía bobo y corrupto al que da vida Sam Rockwell).
Sería injusto quedarse atascado ahí y no ver los puntos fuertes de un guión magnífico que hace que la historia de Mildred y de los vecinos de Ebbing nos llegue en su dureza pero no nos derribe. Son, sin duda, un magnífico humor negro, afilado y sin tonterías pero a años luz del golpe de efecto. Y, sobre todo, la forma en la que el autor revela la complejidad y la humanidad de los personajes, alejándolos paulatinamente de los clichés a los que parecen ajustarse en un principio y mostrando así que si están enfadados es porque están vivos (y son demasiado conscientes de la realidad).