La papeleta a la que se enfrentaba J.J. Abrams cuando aceptó iniciar la nueva trilogía de Star Wars era considerable. Debía devolver la fe a todos aquellos fanáticos que adoraron las películas originales y odiaron las precuelas que George Lucas se sacó de la manga años más tarde. Disney había conseguido convencer al director para que les vendiera los derechos y a todo el reparto original para regresar con una nueva trilogía que, además, sirviera de presentación para nuevos personajes. La opción escogida por Abrams (junto a un séquito de guionistas) fue la más conservadora, pero también la más entendible.
Si los seguidores de La guerra de las galaxias habían detestado todos los cambios metidos por Lucas, la solución pasaba por volver a la esencia y darles todo lo que les gustaba del Episodio IV. Tan medida fue su operación (Abrams siempre ha destacado más por su oficio que por su propia personalidad) que lo que ofreció fue un reinicio que copiaba las claves de la película original. El despertar de la fuerza era la película que los fans necesitaban para volver a creer, pero analizándola fríamente (algo difícil cuando se habla de una saga como esta), era el homenaje de un artesano capaz de replicar algo al milímetro sacrificando por el camino cualquier atisbo de riesgo.
El Episodio VII era un ejercicio de nostalgia que compramos una vez, pero que no se podía repetir. La siguiente entrega debía volar sola. Además, si pretendía copiar la cima creativa de la franquicia, El imperio contraataca, tenía la batalla perdida de antemano. Quizás por ello Abrams dio un paso atrás. Sabía que él no era el indicado y cedió la batuta a un realizador que en todas sus obras anteriores había mostrado un gusto por el riesgo. Rian Johnson pasaba de películas de culto como Brick o Looper a una superproducción de 200 millones de dólares de presupuesto y además cogía el toro por los cuernos: él escribiría el guion.
El resultado es Los últimos Jedi, una película excesivamente larga (dos horas y media son innecesarias), que comienza dubitativa y a la que le cuesta tomar el pulso, pero que una vez lo consigue funciona como un tiro y, lo más importante, de forma autónoma. Si en el anterior episodio era inevitable pensar cada dos minutos en Una nueva esperanza, pocas veces se acordará uno aquí de El imperio contraataca. La historia se dirige por derroteros inesperados -con algún truco de guion bastante tramposo-, los héroes y los villanos no se comportan de forma previsible e incluso los guiños nostálgicos tienen una función catártica, no de simple homenaje.
Es difícil analizar Los últimos Jedi sin descubrir las sorpresas y giros de su trama. La historia, a priori sencilla, presenta a la rebelión acorralada por el imperio y el malvado líder supremo Snoke, mientras que Rey intenta convencer a un taciturno Luke Skywalker de que sea su maestro para aprender a controlar la fuerza y de que vuelva para ayudar al ejército insurgente. Sin embargo, presenta dos reflexiones que la elevan y que la convierten en un filme con alma más allá de su impecable factura, su excelencia técnica y una batalla final en una mina de sal que es un auténtico placer visual.
La primera es la de la necesidad de romper con el pasado. Rian Johnson no lo hace sólo como director, sino que lo explicita en la propia trama del filme. Tanto Kylo Ren, como Rey, pero principalmente Luke Skywalker, deben dejar atrás las ataduras y su zona de confort para avanzar a otros sitios. Algunos más oscuros, otros menos fáciles. Esto cobra sentido en una escena clave en la que Luke (con ayuda inesperada) reflexiona sobre la necesidad de los Jedi, sobre su legado y sobre su futuro.
La segunda reflexión tiene que ver con la moda de Hollywood de incluir un mensaje social como trasfondo de sus blockbusters. Ocurría en la reciente Blade Runner 2049, y lo vemos en Los últimos Jedi, que basa parte de su mensaje en que las verdaderas revoluciones las toma la gente de la calle, no las altas esferas. De nada vale una rebelión de las élites contra el poder establecido si a ella no se unen el basurero o la chatarrera. Por ello resulta del todo acertado el conflicto sobre la paternidad de Rey y cómo Johnson lo entronca con la capa social de su obra. Incluso se atreve a cerrar con un plano inusual para la franquicia, pero que es toda una declaración de intenciones en este sentido.
Star Wars ha roto con su pasado. Le ha costado, pero ha dejado abierto el campo para que otros puedan usar la saga de una forma más libre, sin las ataduras que la trilogía original supusieron para un J.J. Abrams que volverá en el Episodio IX con una tarea para lo que no parece el más indicado, cerrar a lo grande y sin recurrir a la nostalgia.