En realidad, nunca estuviste aquí es una película abrumadora. Porque abrumador es darse de bruces con la violencia, el horror y la locura, materiales que, con caras y en intensidades distintas, cruzan la filmografía de su directora. En su nueva película, Lynne Ramsay explora esas tres cosas de una manera muy particular: no las explica, no las filtra, apenas las muestra de forma directa. Y, sin embargo, nos llegan con una intensidad escalofriante. Es así porque esos no son los materiales con los que el protagonista, el veterano de guerra reciclado en matón a sueldo al que da vida un inmenso Joaquin Phoenix, debe lidiar o a los que debe hacer frente.
Son los materiales de los que está hecho, que han acabado formando parte de él tras un paseo por el infierno. Y la directora de Tenemos que hablar de Kevin (2011) convierte su película en el espejo roto (con toda su carga de superstición y de mala suerte) donde se refleja la mente ultrajada del protagonista. Ese es el factor diferencial de En realidad, nunca estuviste aquí y lo que la convierte en un thriller interesantísimo, la total simbiosis entre las imágenes que vemos y lo que atraviesa la cabeza (no el corazón, pues la dimensión emocional del relato parte ya resquebrajada) del personaje de Phoenix.
La directora, que reduce a su mínima expresión la novela de Jonathan Ames que adapta, abstrae y alterna los terribles recuerdos del personaje, sus impresiones febriles de una realidad repugnante (la que descubre al buscar a la hija desaparecida de un senador) y los sueños y las visiones que ha empezado a mezclar con la realidad. Son todo materiales intangibles, borrosos y alucinatorios, y Ramsay hace un trabajo fascinante con la imagen y el sonido para reproducirlos sin firmar un filme conceptual. La narración de En realidad, nunca estuviste aquí es fragmentada, elíptica y desordenada, como son incompletas, rotas y caóticas las impresiones y memorias del protagonista.
Su extraordinaria música, a cargo de Jonny Greenwood, avanza como el personaje, muriendo y renaciendo de sus cenizas a cada segundo. Y la fotografía de Thomas Townend es más insólita de lo que parece: hay algo raro en su nitidez, parece reproducir el incómodo recuerdo, demasiado claro, de una pesadilla. Pero, pese a esa sofisticada exploración visual y sonora (el diseño de sonido de la película es una obra maestra), En realidad nunca, estuviste aquí es una película dura y exigente, pero no inaccesible o abstracta.
De hecho, no es habitual que una película tan intelectualizada no resulte fría como el hielo. En obras tan particulares es complicado extraer todas las razones. Pero me atrevo a apuntar dos. Una, la rotunda fisicidad y contundencia de sus expresiones de violencia; tanto de las que vemos como de las que imaginamos, igualmente (o todavía más) horribles. Hay algo en En realidad, nunca estuviste aquí de versión ampliada de la escena de Hardcore: Un mundo oculto (1979) donde veíamos el horror fuera de campo en los ojos y los gestos de un inmenso George C. Scott. Otra razón tiene que ver precisamente con esto último, con otro actor inmenso. Pocos actores pueden capturar lo humano de un personaje demasiado roto, demasiado destrozado, demasiado muerto. Joaquin Phoenix, inmenso, es uno de ellos.