Lo he intentado. Bien lo sabe dios y mis recelos que lo he intentado. Al primer impulso, lo reprimí. Sin crudeza, que no me la merezco, pero sí con eficacia: antepuse la imagen que el lector obtendría de mí a la honestidad de mi comentario. Así que empecé a escribir sobre procesos creativos, construcción de personajes, compromiso con su profesión,… y comprendí que no estaba siendo honesto porque, y no me juzguen por esto, cuando escucho el nombre de Michael Fassbender lo primero que siente mi organismo es un irrefrenable deseo sexual. ¡Ya lo he dicho! El peso que me he quitado de encima, aunque no sea literal.
He sucumbido a mi propio deseo tras largos minutos de lucha contra él. Pesaba el hecho de reconocer que si ese mismo comentario lo hiciese un autor heterosexual sobre una mujer yo sería el primero que sentiría un rechazo absoluto. No al fondo, que es puro imperativo biológico, pero sí a la forma. Pero entonces no tuve más remedio que pensar en si el hecho de hablar sobre el atractivo sexual de una persona era políticamente incorrecto. No cosificar, que eso tiene otra intencionalidad, pero sí aludir a la respuesta determinante de nuestro deseo frente al estímulo externo. No hacerlo sería como reconocer que el sistema pudiese aceptar el uso de las cualidades físicas de una persona para vendernos su imagen en anuncios, portadas, fotografías promocionales e incluso una película, pero nos condenase ante la verbalización de ese deseo. Como si ese estímulo buscase una reacción íntima, clandestina, y mostrarla abiertamente fuese casi pecado.
Pasar por alto el hecho de que Fassbender es un actor que despierta sexualidad sería un despropósito. Pero nuestra prudencia a la hora de hablar de esa sensación, también
Michael Fassbender es un gran actor camino de convertirse en un intérprete extraordinario. Precisamente en las tres películas de Steve McQueen lo demuestra pero es en una de ellas donde resulta esencial su atractivo físico para que sea el deseo sexual del espectador el que le acompañe en ese descenso a los infiernos del protagonista. Estoy hablando de Shame, una película que tenía escrito el nombre de Fassbender en la peana del Oscar al mejor actor de ese año y que curiosamente Hollywood ignoró, tal vez por el propio contenido sexual de la cinta.
Pasar por alto el hecho de que Fassbender es un actor que despierta sexualidad sería un despropósito. Pero nuestra prudencia a la hora de hablar de esa sensación, también. Parece que está mal visto expresar que fantaseas con tener sexo con un actor (o actriz) porque eso es infravalorar su trabajo, una estimación superficial y babosa, carente de valor, más allá del genético. Pero resulta casi demencial que una de las primeras imágenes que nos llegasen de la versión cinematográfica de Macbeth fuese la del mismo Fassbender metido en un lago, con el torso desnudo y unos calzoncillos mojados pegados a su anatomía. ¿Cómo quieren que en lo primero que pensemos sea en Shakespeare?
La expresión, tan demodé, del sex appeal ha estado ligada siempre al mundo del espectáculo. De hecho, el cine ha sido el gran creador de símbolos sexuales, especialmente a partir de la década de los años 50, allá por el siglo pasado. Es cierto que en esa sociedad global, sometida al pensamiento masculino, había más actrices sex symbol que hombres. En un principio, ellos eran ‘galanes’, despojando a su atractivo de toda connotación sexual. Para ellas, despedir atracción sexual eclipsaba cualquier posible talento interpretativo. Nadie habla de las interpretaciones de Brigitte Bardot, de Ursula Andress o Raquel Welch. Hablan de su atractivo sexual. Algo que solo Marilyn Monroe y Ava Gardner lograron desactivar con su trabajo.
Ser un actor que despierta sexualidad origina una categoría distinta –diría que hasta superior- a la del atractivo físico y la mera belleza. Ellos podían demostrar que eran rotundos intérpretes sin renunciar a su potencial sexual. ¿Quién quiere ver porno si puede ver a Marlon Brando interpretando a Kowalski en Un tranvía llamado deseo? A esa categoría, casi mitológica, pertenecen Paul Newman, Steve McQueen, Joe Dallesandro y, desde luego, Michael Fassbender.
¿Por qué es más prudente soñar que un joven Richard Gere, vestido de oficial, va a sacarte en brazos de tu trabajo y no lo es pensar que pueda irrumpir, en pelotas, en tu ducha?
¿Por qué es más prudente soñar que un joven Richard Gere, vestido de oficial, va a sacarte en brazos de tu trabajo y no lo es pensar que pueda irrumpir, en pelotas, en tu ducha mientras canta el Suspicious Minds de Elvis? ¿Por qué aceptamos sin pudor la fantasía que nos vende la comedia romántica y no admitimos, con la misma serenidad, el deseo sexual?
No sé si a Fassbender le hará gracia o no saber que existe una página web dedicada exclusivamente a su paquete pero ese potencial sexual que despierta no es algo meramente anecdótico en su carrera. Es un valor más que sumar a su físico, a su voz, a su simpatía, a su capacidad de trabajo, a su criterio a la hora de elegir sus papeles y, desde luego, a su talento como actor.
Hoy se estrena La luz entre los océanos. Iré a verla. Y la historia y la interpretación retarán al instinto. Y saldré satisfecho si reconozco que mi deseo por ver al personaje desvestirse, o asearse, o hacer el amor con su compañera de ficción –que casualmente es su pareja en la vida real, la actriz Alicia Vikander-, se ha diluido en el caudal emocional de la película. Exactamente como me sucedió viendo Shame.