El chileno Pablo Larraín va muy fuerte en su nueva película. Muy fuerte en todos los sentidos. Tanto por la forma como por el contenido, El club es uno de los filmes más radicales, audaces y temerarios de los últimos años. El director de No (2012) arrasa con todo para mostrar en toda su contundencia los pecados de la Iglesia católica y por extensión, el tremebundo alcance de la corrupción y de los crímenes silenciados en instituciones en teoría intachables.
Arrasa con la institución que se cuestiona: su crítica no puede ser más fiera. Arrasa con las formas más trilladas y baratas del cine de denuncia: aunque esté muy meditada, El club es pura rabia, puro enfado, puro estómago. Y arrasa con el aguante del espectador: es una obra maestra, pero su visionado no es agradable. Eso es así. Hay que tener buenas tragaderas. Es incómoda, abrumadora y necesariamente cruel.
Una película de mucho miedo
Para llegar a esos niveles de horror, Larraín reincide en una fórmula común en su filmografía: reconstruir, denunciar o especular sobre un episodio histórico o una realidad determinada (la dictadura de Pinochet en Tony Manero —2008—, la muerte de Salvador Allende en Post Mortem —2010—) utilizando los códigos y las herramientas del cine de género.
Esta vez, convierte su sátira de las barbaridades cometidas por la Iglesia en un filme de terror. Pero tal cual. El club es una película de miedo, y da mucho miedo. Tanto como saber que sus personajes, un grupo de religiosos con un terrible pasado criminal, algunos de ellos protagonistas de casos de pederastia, no han pagado debidamente por sus pecados y sus crímenes.
Para formular su denuncia y hacer que duela y desespere, Larraín entrelaza con maestría distintos subgéneros del cine de terror y cuenta cuenta la historia de ese grupo de sacerdotes, aislados en placentera penitencia en una especie de hogar de retiro en un pueblo de la costa chilena. Pero no se ven ni las intenciones ni los mimbres: su sentido del terror está más cerca del de Polanski o Buñuel que del de otros cineastas más directos.
Encuadres opresivos
El club empieza con la atroz cantinela, a pie de casa, de la víctima de uno de los curas, que recita con desespero y todo tipo de detalle las vejaciones sexuales que sufrió de niño. Esa nauseabunda anunciación verbal activa el dispositivo interno de la película, en la que Larraín tira de recursos del terror, narrativos y formales, para encerrar el horror en el hogar de los religiosos, desarmar al espectador y hacer que reciba su sátira como la bofetada que es.
El club es una película de sectas, con el personaje de la Hermana Mónica (Antonia Zegers), la monja que cuida de los curas, como líder astuta y silenciosa (la escena en la que resume su vida es magistral). Es una película de fantasmas, con esos individuos repugnantes condenados a vagar entre cuatro paredes por no purgar sus pecados. Es una película de posesiones, porque todo está invadido por algo demoníaco que Larraín subraya continuamente con la puesta en escena. En El club, formalmente alucinante, todo es muy feo, todo es asfixiante, los encuadres oprimen, los ángulos distorsionan, la imagen pierde nitidez… Y es clarísimamente una película de exorcismos, con el joven Padre García (Marcelo Alonso), que llega a la casa con la misión de investigar a sus inquilinos, como el individuo destinado a sacar de allí al demonio. Otra cosa es que lo consiga, porque El club es una película sin aire que castiga con arrojo, sin temor, tanto el crimen como su silenciamiento.