Uno nunca sabe qué esperar del debut en la dirección de una estrella de Hollywood. Los nombres de Clint Eastwood, Greta Gerwig, Robert Redford, Mel Gibson o Ben Affleck son excepciones de la regla impuesta por descalabros como Sonny (Nicolas Cage), Lost River (Ryan Gosling), The Brave (Johnny Depp), Harlem Nights (Eddie Murphy) o casi toda la filmografía como director de James Franco. A menudo, para el actor de turno la decisión de ponerse detrás de las cámaras viene motivada por tres factores: un ejercicio de vanidad, una firme creencia en el “apártate, que yo lo sé hacer mejor” o -la razón más noble de todas, pero igualmente inútil- la intención de ayudar a sacar adelante un proyecto por el que ningún ejecutivo se atreve a apostar. Por suerte, no es el caso de Regina King y su debut en la dirección cinematográfica con One Night in Miami, uno de los títulos estrella de Amazon Prime Video en la inminente carrera al Oscar.
King no es ninguna novata en la realización. La reina de los Emmy - ha ganado cuatro veces el premio desde 2015 gracias a dos temporadas de la antología American Crime y las miniseries Seven Seconds y Watchmen- y ganadora del Oscar a la mejor actriz secundaria por El blues de Beale Street se forjó como directora en series como Insecure, Scandal, Shameless, The Good Doctor y This is Us antes de probar suerte en el cine. Durante años estuvo buscando el proyecto adecuado, hasta que llegó a sus manos un guion de Kemp Powers, un dramaturgo que hasta entonces solo tenía un proyecto audiovisual en su currículo: cinco episodios de la primera temporada de Star Trek: Discovery. La actriz conectó inmediatamente con la vigencia de la adaptación de una obra que el propio Powers había escrito en 2013.
One Night in Miami recuperaba un momento real (la noche de febrero de 1964 en la que un joven Cassius Clay, antes de convertirse en Muhammad Ali, se convirtió en campeón del mundo por sorpresa ante Sonny Liston) y lo convirtió en una poderosa anécdota ficcionada y basada en las amistades reales del boxeador. ¿Qué hubiera pasado si esa noche hubieran estado en Florida para celebrar su victoria con él otros famosos afroamericanos de la época como el activista Malcolm X, el deportista Jim Brown y el cantante Sam Cooke? Powers y King plantean una inspirada y vibrante reflexión sobre la experiencia del hombre negro en los convulsos años 60, la época más importante en la lucha por los derechos civiles desde el fin de la esclavitud en Estados Unidos.
A lo largo de una noche que podría cambiar la fachada de la revolución negra en América, los viejos amigos discuten, celebran y debaten sobre cuál es lugar en el mundo y cuál debería ser su involucramiento -como estrellas conocidas y reconocidas por la sociedad- en el movimiento. Antes de que empiece el boxeo que detona el encuentro de los personajes, una poderosa escena con Jim Brown (Aldis Hodge, visto en El hombre invislble y fantástico en Clemency) deja claro uno de los temas de la película: puedes tener éxito y ser famoso, pero en la América de los 60 un negro nunca dejará de ser tratado como un ciudadano de segunda. Clay (Eli Goree) lo comprueba en sus carnes después de su triunfo. Puede que sea el campeón del mundo, pero las leyes de Jim Crow en Florida le impiden salir a la calle a celebrarlo con sus amigos. Una noche de fiesta hotel se convierte en la única vía de escape posible.
Hoy en día es fácil leer reproches a los famosos cuando éstos utilizan su imagen pública para defender sus creencias. Estos últimos meses también hemos vivido momentos bochornosos cuando las estrellas han usado sus redes sociales para lamentarse de su aislamiento en la cuarentena desde sus gigantescas mansiones. En 1965, ese debate es muy distinto entre los más privilegiados miembros de la comunidad afroamericana. ¿Triunfar en un mundo de blancos es suficiente para vencer al sistema? ¿Están obligados a sacrificarse y usar su nombre por el bien del colectivo?
A través de los personajes de Malcolm X y Sam Cooke somos testigos de un fascinante debate en el que no hay respuestas ni conclusiones fáciles. Ahí radica parte de la grandeza de One Night in Miami. King y Powers lanzan más preguntas que respuestas y saben que están hablando de temas importantes, pero sin llegar a caer en la grandilocuencia o la autocomplacencia. La película conecta hábilmente los conflictos de la América de entonces con la de hoy. Antes de los acontecimientos que precipitaron el resurgimiento de Black Lives Matter, la película ya era un poderoso relato sobre las vivencias y contradicciones de la comunidad afroamericana. Ahora su discurso es todavía más pertinente y emocionante.
King es consciente de los límites del material original y, de forma más hábil y orgánica de la que vimos recientemente en otra adaptación de las tablas como La madre del blues, intenta que la teatralidad de la propuesta no asfixie la película. Gracias a una dirección elegante, un hábil juego de espejos y un inteligente uso del espacio en la suite del hotel que concentra los momentos clave de la película, la directora rebaja la textualidad de la película. Donde más se luce, sin embargo, es en la dirección de un impecable reparto en el que el único rostro conocido es el carismático Leslie Odom Jr., la gran revelación de Hamilton que aquí vuelve a deleitarnos con su voz y versiones de Sam Cooke. La gran revelación es Kingsley Ben-Adir, un desconocido secundario visto en Riverdale que aquí sería capaz de echar un pulso a la icónica interpretación de Denzel Washington en el biopic de Spike Lee. Su nervio e intensidad son la mejor herramienta de King para transmitir esa sensación de urgencia que desprende la película. Por separado, los actores brillan. Juntos, en cualquiera de las combinaciones, son dinamita.
Aún nos quedan un par de meses para descubrir si Regina King hace historia y se convierte en la primera mujer racializada (y la sexta en general) en optar al Oscar a la mejor dirección. No deberíamos esperar a que se haga historia para acercarse a One Night in Miami: es una de las películas más estimulantes del último año por sí misma.
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