Con las historias de ¿Quién es Anna? y La Edad Dorada, las series nos muestran que la alta sociedad neoyorquina no ha cambiado en 135 años. Las postales multiculturales de La Gran Manzana que han idealizado el cine y la televisión viven en la base de la pirámide social, y en su cúspide habita una aristocracia de elegidos entre sí. Allí arriba, ese selecto grupo de legados familiares de grandes fortunas respira un aire de superioridad; son clasistas con su propia clase, a los de abajo ni los miran. Y para acceder a ese mundo de privilegios, personajes como el de Carrie Coon en la serie del creador de Downton Abbey o Anna Delvey/Sorokin en la de Shonda Rhimes deben encontrar la forma de escalar.
La única forma de hacerlo es con la bendición de los más antiguos del lugar, como si de cualquier mafia se tratase, porque quienes siempre han sido asquerosamente ricos deciden quien puede acceder o no a su privilegiado círculo. A ese exclusivo escalón superior de Manhattan, tal como vemos en la serie de HBO Max (ambientada en 1890) y en la de Netflix (en 2017), solo se puede subir si te apadrinan contactos nativos o su equivalente de hoy: una etiqueta en Instagram de la persona adecuada. Así es como Anna Delvey consiguió convencer al abogado que intercedió en su nombre con las empresas financieras que le concedieron millonarios préstamos: lo invitó a una cena en la que estaba rodeada de la creme de la creme de la aristocracia de Manhattan. Si Anna se codeaba con toda esa gente, no podía ser una ciudadana de a pie.
Este juego elitista empezó en la edad dorada (la época, no la serie) con The Four Hundred (Los Cuatrocientos). Así se conoce a la lista de los nombres más importantes de Nueva York que recibieron a finales del siglo XIX la codiciada invitación a una de las fiestas más lujosas de la Sra. Astor, neoyorquina nativa y de dinero considerado antiguo, el de verdad: "los Astor de toda la vida".
Caroline Schermerhorn Astor organizaba fiestas a las que iban todos los que eran considerados alguien en aquellos años. El problema es que su salón de baile solo tenía capacidad para 400 personas, y después de la revolución industrial los millonarios de Nueva York superaban por mucho esa cifra. Esto la obligó a reducir su preciada lista hasta dejar a los imprescindibles de la élite, los que realmente importaban. Como cuando Clarke tuvo que escribir el centenar de nombres que merecían ser salvados en el búnker de Arkadia en la cuarta temporada de Los 100. Lo mismo que quería hacer Sorokin con su Anna Delvey Foundation. Y por eso su plan era tan irresistible para la élite.
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Algunas veces, el dinero viejo y el nuevo vale igual, y se le abren las puertas a los "nuevos ricos", los recién llegados al club de los millonarios, aunque rezumen opulencia hortera, como Donald Trump dos décadas antes de convertirse en presidente. Pero lo que realmente disfrutan es relacionarse con los que consideran sus iguales, como si tuvieran sangre azul, porque más de 250 años después de rebelarse contra el reinado de Jorge III siguen fascinados por la realeza europea, y el poder, el lujo y saberse especiales en un mundo de privilegios hace que se sientan como su equivalente en tierra americana.
Que Anna Delvey haya escalado hasta el pináculo de su élite social, y que haya estado a punto de salirse con la suya, tiene algo poético. Es una mancha imborrable en el legado de exclusividad de la aristocracia neoyorquina, demostró que no han cambiado nada en 130 años. Y también que para jugar su ridículo juego solo hacía falta aparentar.
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