El 20 de septiembre de 1977 Días felices estrenó su esperada quinta temporada con una escena que pasó automáticamente a formar parte de la cultura pop: Fonzie, el popular personaje interpretado por Henry Winkler, sobrevolando un tiburón mientras practicaba esquí acuático. No importó que más de 30 millones de personas vieran en directo el episodio. “Saltar el tiburón” se convirtió en una expresión de la industria y la prensa especializada para hablar de las series de televisión que, temerosas de perder la popularidad de antaño, dan un paso en falso y acaban consiguiendo exactamente el efecto contrario al que buscaban: pasar a ser intrascendentes. 35 años después del primer salto del tiburón, Homeland se marcó otro que estuvo a punto de tirar por tierra el legado del apasionante thriller que puso fin a la dictadura de Mad Men en los Emmy.
La relación de la agente de la CIA Carrie Mathison y el prisionero de guerra (y sospechoso de terrorismo) Nicholas Brady acabó de un plumazo con el sueño de Matthew Weiner de ser el primer showrunner en ganar cinco veces el premio a la mejor serie dramática de la televisión. Tras acertar de lleno en la adaptación al contexto estadounidense del thriller israelí Prisoners of War, los guionistas Alex Gansa y Howard Gordon tenían que tomar una difícil decisión en el desenlace de la segunda temporada. A pesar de que la serie original había decidido cerrar su historia precisamente en ese momento, en la cadena Showtime no parecía dispuesta a dejar morir su nueva gallina de los huevos de oro.
Para acabar una polarizante entrega que ya había empezado a dividir a críticos y espectadores que sentían que la trama se estaba alargando, Gansa y Howard podían escribir un final para Carrie y Brody y terminar la historia (opción nº 1); encerrar en la cárcel o matar a Brody y seguir contando historias con Carrie y Saul como protagonistas (opción nº 2), o estirar el chicle y seguir con Damian Lewis una temporada más a pesar de atentar contra las necesidades de la propia historia (opción nº 3). A los responsables de Homeland les entró el miedo y optaron por la senda más conservadora. Salió mal.
Tampoco ayudó que Carrie Mathison dejara de ser el personaje revelación de la televisión para convertirse (temporalmente) en un chiste. La hilarante parodia que había hecho Anne Hathaway en un sketch de Saturday Night Live, donde acentuaba los tics y la intensidad de la interpretación que hacía Claire Danes para retratar la esquizofrenia que sufría el personaje, se convirtió en el perfecto símbolo del paso al lado oscuro de Homeland en el imaginario colectivo. La gloria de la actriz (ganadora de dos Globos de Oro, dos Emmy y un premio del Sindicato de Actores por las dos primeras temporadas de la serie) se había convertido en desgracia.
La tercera temporada de la serie fue un éxito de audiencia en teoría y un regalo envenenado en la práctica. La trama se había estirado tanto (dando protagonismo, por ejemplo, a la insufrible hija adolescente de Brody) que cuando los guionistas aceptaron que por fin había llegado la hora de cerrar su trama estrella, ya era demasiado tarde. Todavía quedaban cinco temporadas más por ver la luz (algunas de ellas a la altura de su espectacular arranque), pero parte de la audiencia decidió que había llegado la hora de bajarse del tren. Error.
Si hubiéramos dejado de ver entonces Homeland, nos habríamos perdido los fantásticos años de madurez de una serie que aprendió de sus errores y se dio cuenta de cuál era realmente la pareja sobre la que tenía que construir todo su universo: la caótica, leal e impulsiva Carrie y su maestro, Saul Berenson. Tras una cuarta entrega de transición y reconstrucción para el personaje protagonista y la propia ficción, la serie recuperó su mejor nivel con una extraordinaria quinta temporada que llevó a la ahora exagente de la CIA a Berlín. En la capital alemana, Carrie se las apaña para volver a meterse en problemas a pesar de su nuevo trabajo -en teoría inofensivo- en una fundación sin ánimo de lucro. Siempre por el bien mayor y el futuro de América, una obsesión que persigue al personaje a lo largo de toda la serie, cueste lo que cueste. Locos giros de guion, decisiones que ponen a prueba los límites éticos de la antiheroica protagonista y la revelación de una magistral villana nos devolvieron la Homeland de la que nos habíamos enamorado en primer lugar.
La serie fue aún más allá: en sus últimos años en antena el thriller emitido en España a través de Fox Life fue aún más allá y colocó sus conspiraciones en el corazón de América. Presentada durante años como una continuación espiritual de la excesiva y peliculera 24 (otra creación de Gansa y Gordon), Homeland empezó a reflejar mejor que ninguna otra serie -con la excepción de, quizás, The Good Fight- el estado mental, político y social de la América de Donald Trump. El peligro de las fake news, el avance de la ultraderecha y los atentados contra la democracia organizados por sus propios ciudadanos vieron la luz en Homeland antes de que se hicieron realidad ante nuestros ojos en los telediarios. El infame asalto al Capitolio del pasado mes de enero ya había tenido su propia versión en la sexta temporada de una serie que, con el paso de los años, demostró ser una adelantada a su tiempo.
El pasado mes de abril la serie llegó a su fin con una estupenda tanda final de episodios que algunos colocamos entre lo mejor de la televisión de 2020. Si eres de esos que, decepcionados, se bajaron del barco después de su tercera entrega, ahora tienes una oportunidad de remendar el pasado y volver a sumergirte en la fascinante psique de Carrie Mathison. No te arrepentirás.
Las siete primeras temporadas de 'Homeland' se pueden ver en Netflix y Amazon Prime Video. La octava entrega acaba de llegar a Netflix.