Ha sido el mayor asesino en serie de la crónica negra de nuestro país. Una intensa carrera criminal que en su momento pasó bastante desapercibida. La Policía no relacionaba unos asaltos con otros, dado su itinerante trayectoria, por lo que carecía de pistas sobre la identidad del autor.
Mataba indiscriminadamente. En ocasiones no conocía a las víctimas. Lo hacía por puro placer. Hasta que cometió el error de liquidar a un par de jóvenes en su tierra, uno de ellos su novia. Se puso en el tiro de mira de los investigadores.
Recorrió nuestra geografía, explicando a sus captores dónde y cómo había matado a tanta gente. Se enorgullecía de ello. Una vez en prisión, la autoridad judicial se olvidó de que existía. Tras seis años y medio sin ser juzgado emitió un auto de sobreseimiento. Fue declarado inimputable, por lo que se salvó del garrote vil. Tras permanecer 25 años en hospitales psiquiátricos recuperó la libertad.
DESENFRENADA CARRERA CRIMINAL
Manuel Delgado Villegas nació a la vida cuando su madre la perdía para traerle al mundo. Era una fría mañana de 1943 en el barrio sevillano de Triana. El hambre y la miseria de la posguerra inundaban España. Su padre, un honrado trabajador, se ganaba la vida fabricando y vendiendo golosinas caseras elaboradas con arrope o melcocha. Al fallecer su esposa, la criatura quedó al cuidado de la abuela.
El niño creció en un ambiente que le endureció el corazón. Tartamudeaba, era disléxico e incapaz de aprender a leer y escribir. De carácter violento, la delincuencia empezó a ser su modo de vida. Sus ojos azules eran fríos como el hielo e incisivos como el acero.
Con 18 años ingresó en el Tercio Sahariano de la Legión. Se iniciaba como novio de la muerte. Bajito pero de aspecto corpulento y atlético, lucía un bigote a lo Cantinflas, dado que blasonaba de cierto parecido físico con Mario Moreno. Empezó a consumir grifa y a padecer ataques epilépticos, posiblemente fingidos, por lo que fue declarado no apto para el servicio militar.
De nuevo en la vida civil se dedicó a descuidero, mendicidad, hurtos en casas de campo, puterío y chuleo de rameras y chaperos. Promiscuo y bisexual, contaba con gran éxito debido a que tenía anaspermatismo, es decir, ausencia de eyaculación, por lo que repetía los coitos con facilidad.
Fue detenido en numerosas ocasiones por la gandula, la famosa Ley de Vagos y Maleantes, más tarde denominada de Peligrosidad Social. Jamás ingresó en prisión, dado que las convulsiones neurológicas que escenificaba lo conducían a centros psiquiátricos de los que salía pronto. Un par de años después emprendió el camino criminal. En la cuneta iría dejando, entre otros, burgueses de doble vida, homosexuales inconfesos, hippies y meretrices.
Su carrera asesina se inició en la playa de Llorac, en la localidad barcelonesa de Garraf. Vio a una persona dormitando, apoyada en el espigón. Se le cruzaron los cables. Cogió una piedra y por sorpresa le destrozó la cabeza.
El difunto, Adolfo Floch Muntaner, un jefe de cocina que había acudido desde su trabajo para recoger una bolsa de arena. Estuvo leyendo el periódico y, tras recostarse, descabezó un pequeño sueño del que jamás despertó. Le sustrajo la documentación y un viejo reloj cromado.
Posteriormente, en un chalet deshabitado de Cam Plana, mataba a una estudiante francesa, de 21 años, y abusaba del cadáver, iniciándose en la necrofilia. Después, en un viaje relámpago a Madrid, liquidaba en Chinchón, mediante un golpe de kárate, a Venancio Hernández Carrasco; un agricultor que tuvo la mala fortuna de coincidir con él y, como se negó a darle de comer, acabó flotando en el río Tajuña.
De regreso a la Ciudad Condal mató a Ramón Estrada Saldrich, millonario y cliente habitual suyo, porque no se avino, una vez consumado el servicio sexual, a pagarle la cantidad acordada; pretendía reducirle el importe de la chapa. "Por eso le pequé en el cuello con el canto de la mano y cayó al suelo. Cuando le estaba quitando la cartera se despertó y empezó a insultarme ¡él a mí!, por lo que agarré un sillón, le arranqué una pata y le di con ella en la cabeza", explicaba posteriormente a la Policía preso de indignación.
Consciente de que había matado a un pez gordo y que por ello la Policía activaría los resortes para dar con el asesino, decidió cruzar la frontera. Acudió al consulado de España en la capital francesa para informar de que llevaba tres meses allí buscando trabajo. Nuestra legación diplomática hizo llegar a la policía gala un informe oficial con tal circunstancia. De esa forma el Arropiero conseguía una coartada de que se encontraba en otro país cuando murió el empresario catalán.
De regreso a España cometió un crimen aberrante. Entabló conversación con una mujer de 68 años que regresaba de su trabajo, Anastasia Borella Moreno, y le propuso mantener relaciones sexuales. Ante la lógica indignación de la buena señora, la agredió a ladrillazos y la arrojó desde una altura de diez metros. Acto seguido descendió en su búsqueda y arrastró el cuerpo ensangrentado hasta el interior de un túnel, donde sació su degenerado instinto sexual mientras la estrangulaba. Durante las tres noches siguientes repitió tan execrable acto.
Más tarde apioló a una extranjera en San Feliu de Guixols, a dos más en Alicante e Ibiza, a un gay en Barcelona, a otra mujer en Valencia, a un hombre en Madrid...
ASESINÓ REPETIDAMENTE EN VARIOS PAÍSES
La geografía española empezó a quedarse pequeña para sus diabólicas perversidades y amplió su campo de acción al extranjero. Camaleónico y con gran poder de adaptación, volvió a cruzar la frontera varias veces de modo clandestino. En Marsella se relacionó con la mafia y cometió ejecuciones por encargo. Después en París se enrolló con una joven, que pertenecía a una banda de atracadores, pero como no le admitieron en el grupo ametralló mortalmente a los cuatro. También en la ciudad del Sena mató a otra muchacha por chivata.
Después saltó a Roma, donde se amancebó con su patrona, una gorda fellinesca. Un día fue sorprendido en la cama con su sobrina. Solucionó el conflicto matándolas a las dos. Prosiguió sus correrías por la Costa Azul, machacando la cabeza con una piedra a una dama que le acogió en su lujosa mansión; le robó el dinero y las alhajas. Igual que haría con un hombre que, al verlo descansando en la playa, se ofreció a que lo hiciera en su casa y, tras invitarle a cenar, le propuso mantener relaciones sexuales. Un apretado cable alrededor del cuello del anfitrión puso fin a su “generosidad”. Por supuesto, le llevó las joyas y unos cuantos billetes de cien francos.
Se movía impunemente por todo el litoral mediterráneo. Sus crímenes, sin móvil aparente ni nexo con los interfectos, impedían que la Policía llegara a relacionarlos con él. Decía Chandler, en El simple arte de matar, que "el asesinato más fácil de resolver es aquél en el que alguien trató de pasarse de astuto. El que realmente preocupa es el crimen que se le ocurrió a alguien dos minutos antes de llevarlo a cabo".
Decidió poner fin a su periplo sanguinario en suelo extranjero para regresar a El Puerto de Santa María, a fin de trabajar con su padre en la venta de arropías. Al poco mató a un estudiante homosexual, con el que había entablado amistad, porque intentó acariciarlo. Lo arrojó a un río, tras estrangularlo, tratando de aparentar muerte accidental.
Después se enrolló con una joven de aspecto exuberante pero oligofrénica, muy conocida en la zona por su desmesurada afición a los hombres. Antonia Rodríguez Relinque, de 38 años. La presentó a su familia como su novia.
El 18 de enero de 1971 se denunció en la ciudad portuense la desaparición de la joven. La Policía detuvo al Arropiero y lo sometió a un duro interrogatorio. Esgrimió media entrada de cine en plan coartada y después simuló un ataque epiléptico. Al cabo de un par de días terminó inculpándose.
"Salimos a dar un paseo por el campo; hacíamos el amor sin que nadie nos viera. Lo realizamos de muchas formas, pero me pidió una cosa que me daba asco. Cuando me negué a ello me insultó y me dijo que no era hombre, puestos que otros se lo habían hecho", argumentaba.
La infeliz estaba firmando su condena a muerte. "Entonces le pegué un golpe y, como no se callaba y me seguía insultando, le puse al cuello los leotardos que se había quitado y apreté hasta que se murió".
Después escondió el cuerpo bajo unos matorrales, en un paraje abandonado y lúgubre, entre eucaliptos, retamas y un suelo cubierto de arena, hojas secas y restos de sillones desvencijados. Regresó varios días más. "Volví a estar con Toñi el lunes, el martes y el miércoles y hubiera vuelto hoy si no me cogéis".
Un inspector, sorprendido de que hubiera practicado la necrofilia todas las noches desde que la mató, le dijo: "Pero Manuel, ¿cómo has podido venir aquí para acostarte con una muerta?". El asesino respondió tranquilamente: "Así es mejor, porque no habla".
Una vez reconocida la autoría de esta muerte y también la del joven gay se animó y cantó de lleno, ante la sorpresa e incredulidad de los miembros de la BIC. Crimen sobre crimen, horror sobre horror, describió su espeluznante trayectoria de los últimos siete años.
Pensaron que fantaseaba pero, ante la acumulación de pruebas y datos que aportó, se dieron cuenta de que tenían delante a un serial killer de libro. Había que empezar a recorrer un largo camino, demasiado, de pesquisas e investigaciones.
Reconoció que cometía sus tropelías guiado un impulso violento. Disfrutaba matando. No concebía la idea del límite criminal.
Narcisista, egocéntrico y megalómano, no mostraba el menor sentimiento de culpa. Describía los asesinatos sin que su voz expresara la más mínima emoción. Muy al contrario, alardeaba de sus hazañas. Incluso, al describirlas, disfrutaba de cómo había maltratado, humillado y matado. A raíz de que viera la película El estrangulador de Boston, en el que Tony Curtis interpretaba a Albert Desalvo, autor de 13 muertes y 300 asaltos sexuales, en su cabeza empezó a bullir la idea de obtener popularidad criminal.
Mataba utilizando objetos contundentes o armas blancas, pero su preferencia consistía en un golpe mortal de kárate en la cara anterior del cuello, a la altura de la nuez, que aprendió en la Legión. Giraba bruscamente el brazo, haciendo media circunferencia, e impactaba en el gañote con el canto de la mano abierta, de modo seco y rápido, rompiendo la laringe. Tras ejecutar La atragantá, remataba la faena apretando fuertemente con los dedos sobre la garganta.
Empezó a ser conocido como el estrangulador del Puerto, apodo que le puso el Diario de Cádiz. El alcalde solicitó que no se utilizara dicho nombre porque perjudicaba la imagen de la ciudad gaditana, que se estaba reponiendo del impacto producido semanas antes por la fuga de El Lute desde su penal. Pasaron a denominarlo el Arropiero.
Durante uno de los traslados en coche patrulla al escenario de sus crímenes, la radio dio la noticia de que un mexicano ostentaba un trágico rÉcord al haberse cargado a cincuenta y tantos semejantes. Uno de los policías bromeó: “¡Ese te ha ganado de largo!”. El detenido, tras meditar unos segundos, levantó la cabeza y se acercó al inspector que dirigía la investigación, Salvador Ortega. "Jefe, déjeme libre 24 horas, por favor. Suélteme usted dos días que yo vuelvo luego, se lo juro. Que no me escapo. Pero ese cabrón mejicano no mata más gente que yo…", era su petición.
INIMPUTABLE, SE LIBRÓ DE LA PENA DE MUERTE
Ostenta el sangriento honor del récord de asesinatos. Y de ser el primer delincuente que viajó en avión por toda nuestra geografía, acompañado de un grupo de policías. Un séquito de la muerte para ir conociendo los lugares de sus crímenes.
Aunque, dotado de una prodigiosa memoria fotográfica, sus coordenadas espacio temporales las tenía completamente trastornadas. De ahí la dificultad de poder concretar sus crímenes por parte de Conrado Gallardo Roch, juez instructor de El Puerto de Santa María, y del equipo investigador.
Su currículo de sadismo y sangre se concretó en ocho muertes probadas, otras 14 investigadas y 26 más confesadas. Quedaron sin aclarar unos cuantas de las 48 que se atribuyó, debido a su extrema complejidad. Se hubiera precisado colaboración a nivel continental. Faltaban un par de décadas para que se creara la Europol y determinadas técnicas y avances científicos se encontraban en los albores.
Tras seis años y medio de prisión preventiva sin protección legal –no tuvo abogado de oficio en todo ese tiempo–, no fue juzgado. La Audiencia Nacional emitió un auto de sobreseimiento libre, en base a la Ley de Enjuiciamiento Criminal, por el que fue archivada la causa, ordenando su internamiento a perpetuidad en un centro médico penitencial. El Arropiero se libraba del garrote vil.
Dado que el caso había estremecido a la sociedad y desbordado a las autoridades, la decisión final fue un apaño para evitar lo que pudo ser un escándalo judicial. Un final de compromiso entre jueces, policías y psiquiatras que no sabían cómo solucionarlo.
Permaneció demasiado tiempo encarcelado sin que nadie se acordara de él, se perdió su expediente, faltaron acusaciones particulares, hubo pocos testigos... Lo peor fue que algunos inocentes habían penado por sus crímenes. Así, cuando se cargó a la joven francesa de Camp Plana, el acompañante de ella, un estudiante norteamericano, estuvo año y medio en presidio.
Fue ingresado en el centro psiquiátrico penitenciario de Carabanchel. Allí intentó estrangular a un joven alemán, condenado por el famoso crimen ritual de Tenerife. Y a una asistenta social trató de violarla y echarle también su mano asesina al cuello.
Durante el largo internamiento fue sometido a toda clase de terapias, tratamientos y, en varias ocasiones, encadenado a la cama. Le aplicaron electroshocks y camisas de fuerza química, en forma de pastillas, que fueron amansando a la fiera hasta convertirla en un vegetal encorvado y deforme. Su aspecto fue evolucionando hasta asemejar al de un anciano de cabello encanecido, ralo y enmarañado, barba hirsuta, rostro ajado y mirada diabólica. La faz del Robinsón de los frenopáticos encarnaba el mal absoluto.
De espíritu contradictorio, pasó a proclamar su inocencia. Sabía simular un aura epiléptica; quizá también una enfermedad mental. Trataba de quedar libre. "No he dañado a nadie", susurraba a quien quería escucharle.
Dieciocho años más tarde, tras el cierre de esta prisión madrileña, lo trasladaron al alicantino de Fontcalent y, después, por motivos familiares, al barcelonés de Santa Coloma de Gramanet. Con la entrada en vigor del nuevo Código Penal se le aplicó en 1998 el régimen abierto, por lo que quedó prácticamente en libertad. Se dedicó a vagabundear por la capital catalana y por Mataró, donde residía una hermana.
Falleció poco después, a los 55 años, de afección pulmonar, a causa de su desmedida adicción al tabaco. Su muerte en el hospital de Badalona pasó inadvertida hasta dos meses después, ya que lo habían tomado por un menesteroso, desconociendo que se trataba del guinnes de los asesinos. Una infancia difícil, una genética especial y una crueldad extrema convergieron en un malvado de leyenda que expiró en el olvido.
Y una pregunta, un temor, entre médicos, abogados, investigadores y periodistas: ¿prosiguió durante este corto periodo de libertad su carrera criminal? La tasa de reincidencia de estos sujetos es del 80 por ciento una vez que son excarcelados.
Los psiquiatras y forenses de numerosos países que lo examinaron reconocieron que, en el supuesto de que lo soltaran, volvería de inmediato a dejar su sangriento rastro. "Sabe matar y volverá a matar", anunciaba Luis Frontela. De similar opinión era García-Andrade: "No tienen cura. Deben estar recluidos de por vida".
La incógnita que ha quedado es si amplió su rastro sangriento hasta que le sobrevino la muerte, puesto que deseaba superar la marca del serial killer mexicano que le ganaba en número de asesinatos.
Quedan sin esclarecer crímenes de dicha etapa. Y, por supuesto, muchos otros de su época anterior.
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