El mundo está lleno de gente extraordinaria en la que apenas reparamos. A lo largo del mes de agosto, nos detendremos en contar las historias de esas personas que suelen pasar desapercibidas, pero que viven su vida de una forma única.
—¿Por qué lo hace?
—Porque necesito demostrarme a mí mismo que no tengo techo. Y cada vez que noto que me estanco un poco, me pongo un nuevo reto.
—¿Desde cuándo?
—Empecé con las artes marciales a los seis años, haciendo judo. Ahora soy cinturón negro en esa disciplina, en taekwondo y quiero serlo también en kendo.
—¿Qué ha aprendido?
—Que las limitaciones no nos las podemos poner nosotros mismos. Todos tenemos límites, porque somos seres humanos. Pero si pensamos desde el principio que no vamos a ser capaces de hacer algo, seguro que no lo conseguimos.
En el diminuto vestuario del gimnasio Sport Zapico, Javier Sanz Pastrana (Madrid, 1992) se prepara sin prisa y con mimo. Bromea con su compañero Álex mientras se viste. Primero se coloca la parte de abajo del dobok, su uniforme, de un color blanco ya desgastado por el uso, con la S y la Z en color rojo y la A y la N en amarillo que forman la bandera de España en su pierna derecha. Después, la parte de arriba. Luego se pasa por la espalda y aprieta con fuerza el cinturón negro que lleva su nombre y su primer apellido escrito en una de sus puntas. Por último, las protecciones.
—¿Cuántas protecciones usa?—pregunta el periodista.
—Las dos espinilleras y el antebrazo izquierdo. El del derecho también me lo he traído, pero hoy no me lo voy a poner—contesta entre risas.
A Javier le faltan tres cuartas partes del brazo derecho. Convive sólo con el izquierdo desde que nació. Pero eso no le supone ningún límite. Al contrario, cada vez que encuentra uno, lo derriba. “Algo que me ha dado la discapacidad es que necesito retos, necesito verificar que no tengo techo. En cuanto me noto un techo, tiendo a buscar lo siguiente”, cuenta.
Su pasión por las artes marciales comenzó cuando entró al colegio Maravillas, en Madrid, con seis años. Su hermano, dos años mayor, hacía judo y él quería probar. Y no lo soltó. Fue subiendo de grado hasta llegar al segundo dan del cinturón negro. Ahora todavía se pasa por el colegio de vez en cuando, pero para dar clases.
NUEVOS RETOS
Cuando entró a la universidad quiso ponerse un nuevo desafío. Buscó otro deporte de contacto que complementara su formación como judoca —“más defensiva, no permite golpear si no te golpean”—. Le llamó la atención el taekwondo por dos motivos: tenía un gimnasio cerca de casa y las piernas eran la parte esencial de la disciplina. En octubre cumplirá seis años practicándolo y desde el pasado verano es cinturón negro. Ya está pensando en presentarse al próximo examen para ascender al segundo dan.
En su primer verano como taekwondista, cuando todavía era cinturón amarillo, participó en un campeonato promocional. Aquí van los luchadores que todavía no tienen el negro atado a su cintura. Y ganó la medalla de oro. No volvió a competir hasta este año, cuando alcanzó el quinto puesto en el campeonato de Madrid. “No está mal para ser mi primer torneo de verdad”, dice.
Pero Javier no golpea a nadie en ninguna de sus competiciones. No le gusta el combate. Es un guerrero pacífico: “No me llama la atención, quizá por el riesgo que hay. Por eso, aunque alguna vez me he planteado entrar en parataekwondo, no me termina de convencer. Ahí no se permiten golpes en la cabeza y el riesgo es menor, pero no”. Él compite en pumses, que consiste en marcar los golpes con la mayor precisión y maestría posible. La técnica es vital. “Son como las katas del kárate”, apunta.
Cuando sale de aquel cuartito, se inclina con rapidez en señal de respeto a su disciplina y pisa el azul del tatami. En ese momento, esa persona alegre y risueña del vestuario desaparece. Su cuerpo cruje mientras lo estira. Se da pequeños golpecitos en los músculos para llevarlos al límite. Para él es como una especie de ritual. Tiene el gesto serio y la mirada perdida. Es como si no estuviera en ese mismo espacio físico. Está en el nirvana.
Sólo vuelve a ser el de antes por un instante cuando Álex le susurra algo al oído mientras le pone el peto acolchado de color rojo. Entonces se le dibuja una ligera sonrisa que pronto borra. Ahora empiezan los golpes. Restallan en su pecho y en el de su compañero mientras se sueltan patadas de videojuego. Santiago Zapico, su maestro, observa con disimulo cómo se enfrentan sus dos alumnos, pero no puede resistirse a darles un par de indicaciones técnicas. No tendría por qué: ni siquiera es un entrenamiento de verdad. Los dos luchadores se han citado media hora antes de que empiecen las clases en el gimnasio para que EL ESPAÑOL pueda hacerle las fotos a Javier.
TRABAS EN LOS TORNEOS
Javier disfruta cada movimiento, cada patada y cada respiración. Se nota que está haciendo algo que le apasiona. Pero esa pasión no es siempre bien entendida por todos. Sobre todo por los jueces de sus competiciones. Casi siempre se encuentra con trabas a la hora de puntuarle. “Me hace gracia. Yo lo entiendo, porque no es una situación cotidiana y hay gente que no sabe cómo reaccionar”, asume con naturalidad. En los pumses se ha encontrado de todo: desde jueces que le quitaban puntos desde el principio por no poder hacer los movimientos con el brazo derecho hasta los que le restaban el doble cada vez que fallaba con el izquierdo. También con otros, más indulgentes, que sólo le tenían en cuenta los gestos que hacía con el resto del cuerpo.
“Tuve un profesor de judo que me obligaba a llevar la manga derecha colgando porque decía que así lo ponía en el reglamento. Me decía que si no mi rival no me podía agarrar, pero ¡yo a él tampoco!”, cuenta con una media sonrisa en la cara. Hace dos años se sintió que se había estancado un poco haciendo taekwondo, así que decidió probar algo nuevo: el kendo. Un arte marcial japonés en el que se utiliza un sable de bambú, el shinai, para golpear al rival. Y también tuvo problemas con el peso del arma.
Él argumenta que, al blandirla sólo con una mano, debería usar la que se utiliza en la modalidad en la que se combate con dos espadas. Los jueces, en cambio, opinaban que, al competir en categoría masculina, debería usar el shinai normal, que sus contrincantes empuñan con las dos manos. Existe una diferencia de más de cien gramos entre ambas armas. Pero lo acepta: “Yo siempre intento reaccionar con la mayor comprensión con las personas que no opinan como yo, pero cuando doy mi opinión la intento fundamentar en algo. Porque la discapacidad no es un argumento, es una circunstancia”.
“SOY MUY PILLO”
Ha logrado modificar su guardia para que no sea tan sencillo desequilibrarlo: en lugar de colocar la espada delante de su cara, lo hace sobre su cabeza, con el golpe ya cargado. Es una de tantas pequeñas dificultades con las que se encuentra cada día y que tiene que resolver con más ingenio que intelecto. “Mis padres me dicen que soy muy pillo”, afirma entre risas.
Cosas tan cotidianas como cortar un filete le resultaban imposibles. Pero acabó dándoles la vuelta: fue probando varias cosas a lo largo de los años hasta que encontró su método. Desde dejar el tenedor pinchado y luego cortar, hasta coger el filete entero y morderlo—“cuando hice eso, mi madre me dio una colleja, como es lógico, porque así no se come”—. Al final descubrió que si echaba el peso encima, sujetando el tenedor con el muñón, o metiéndolo en la manga, lo podía cortar sin problemas.
Cuando terminan los golpes con su compañero Álex, se relaja. Todavía le queda lo más exigente de la sesión: la patada en salto perfecta para la foto. La repite trece veces. Su maestro le corrige hasta que la consigue. La pierna delantera estirada por completo; la de atrás, en el ángulo ideal. Cuando lo logra, se le escucha jadear.
—¿Cansado?
—Pues sí… Esto es casi como un entrenamiento de verdad— dice sonriendo.
Se quita las protecciones, se sienta en el vestuario y reposa.
—¿De dónde nacen sus ganas de superarse?
—El afán de superación este que dicen que tienen los discapacitados, creo que no es por demostrar a los demás, sino por demostrarnos a nosotros mismos que podemos hacer lo mismo que otras personas, pero en nuestras circunstancias. Hago esto porque me gusta y porque yo creo que lo puedo hacer también. En mis primeros días practicando judo, era incapaz de hacer un ejercicio y se lo dije a mi profesor. Me marcó muchísimo lo que me dijo: “Pues apáñatelas”. Y he adoptado esa frase como una filosofía. Yo he llegado a dar clases de piano cuando empecé la ESO, y muchos se preguntaban que cómo lo iba a hacer. Pues el profesor me dijo que primero grabara una mano y luego, reproduciendo esa grabación, tocaba la otra. ¡Tampoco era tan difícil! Pero hay que planteárselo. Si digo que no puedo, seguro que no lo hago.
—¿Alguna vez se ha sentido impotente por su situación?
—Situaciones de impotencia con el brazo he sentido dos. Una fue entrenando taekwondo, que no me daba tiempo a poner la manopla en dos sitios a la vez para que mi compañero golpeara. Por más que lo intentaba era imposible, y eso me mosqueó. La otra fue impartiendo una clase de judo. Eran impares y yo hacía el ejercicio con el alumno que quedaba solo. De repente vi que al que le tocaba se echaba a temblar. Me dijo que le daba asco. ¿Cómo gestionas eso con un niño de seis años? ¿Lo obligas y le creas un trauma? Al final conseguí darle la vuelta ofreciéndole una recompensa si me ganaba y el niño hizo el ejercicio tranquilo. Pero no me dejé ganar, claro está (risas).
—¿La discapacidad le afecta en su día a día?
—No, porque no necesito apenas adaptación. No es como una silla de ruedas o una ceguera. Pero siempre hay momentos en los que extrañas tener otro brazo para poder hacer ciertas cosas. Muchas veces he tenido más problemas por el hecho de tener que ser zurdo con unas simples tijeras que por no tener un brazo. ¡El mundo está hecho para diestros!
De pequeño quería ser médico, arquitecto, astronauta. Después, pasé a profesiones más de acción. Quería ser policía, militar. Un día llegué a mi casa y le dije a mis padres que quería ser piloto de cazas. Entonces, mi padre me paró en seco y me dijo: “A ver, Javier, céntrate. ¿No ves que llevas gafas?”. Mis padres ven que la limitación no la voy a encontrar por el brazo, la voy a encontrar por las cosas por las que las puede encontrar cualquier otra persona. Porque somos humanos y tenemos unos límites. Para mí el brazo no es un límite, es una circunstancia. He visto a gente estancarse antes que yo.
—¿Ellos le han puesto algún límite?
—Nunca. Mis padres nunca han estado delante de mí tirando, estaban detrás, empujando. Me dejaban que yo me llevase los guantazos, pero si me caía, me levantaban. Lo bueno de llevarte tú los guantazos es sentir que estás haciendo las cosas por ti mismo. Estos padres de ahora que dicen que a su hijo no lo entienden… Tarde o temprano, se van a morir, y sus hijos se van a quedar solos. Yo digo que ahora no hay discapacitados. Ahora estamos creando discapacitados. Lo peor que se puede hacer es sobreproteger a alguien. Tienes que caerte para aprender a levantarte. Si nunca te has caído, ¿qué pasará la primera que lo hagas? Un trauma, seguro.
—¿Ha sentido que le trataran diferente por su discapacidad?
—Para nada, quizá porque siempre me lo he tomado con un humor especial. Por ejemplo, mi profesora de francés en 2º de la ESO llegó por primera vez a clase y nos dijo que quería que le echáramos una mano para que la clase funcionase bien. Yo entonces llevaba prótesis, y no se me ocurrió otra cosa que quitármela y tirársela. O, de pequeño, en natación, cuando nos decían que nadáramos en braza, yo le decía al profesor que si nadaba así iba a estar dando vueltas en círculos todo el rato. Cosas así. Porque como dijo un grande como Tyrion Lannister, si no utilizas tus defectos como una defensa, el resto los utilizará como un arma.
—¿Ha llegado a sentirse agobiado?
—Sí, cuando la gente es demasiado compasiva conmigo. Hay veces que se agradece que te ayuden, pero yo no quiero que cada vez que tenga un problema venga alguien a solucionármelo. Porque, si no, ¿qué? ¿Voy a necesitar a esa persona cada vez que tenga dificultades con algo? Pues no. ¿Cada vez que tenga que cortar un filete te tengo que llamar a ti? Hay que enseñar a las personas a ver cuándo están realmente ayudando y cuándo no. Incluso cuando he visto a alguien pasarse de compasivo, me he aprovechado. Alguna vez le he dicho que mañana lo voy a necesitar otra vez, para que viera que se estaba pasando.
Si a un chaval se le cae una pelota en un tejado y te pide ayuda, tienes tres opciones: pasar del chaval; cogérsela y dársela; o decirle: “Mira ahí tienes una escalera, súbete y la coges”. Sólo con la última lo estás ayudando de verdad. La segunda es la peor de todas, porque el próximo día cuando le pase otra vez, no va a ser capaz de alcanzar la pelota.
—¿Tiene algún otro hobby aparte de las artes marciales?
—Las series y algún que otro anime. Soy serieadicto. Mi favorita es Miénteme.
—¿Dragon Ball, por ejemplo? Como le apasionan las arte marciales...
—Pues no, la verdad. La tengo pendiente, porque no la he visto en mi vida. Ni de pequeño…
—¿Y cómo lleva los estudios?
—Me quedan cuatro asignaturas para acabar la carrera de Ingeniería en Diseño Industrial. La verdad es que se me está complicando un poco, pero bueno. A mí siempre me han llamado la atención dos ramas: la artística, por mi madre, que le encanta dibujar, y la parte científica, por mi padre, que es informático. Mi tía me había hablado de esta carrera, y justo el año en que iba a entrar a la universidad, en 2010, la pusieron en la Politécnica de Madrid. Así que lo tuve claro. Fui allí a preguntar cuál era la nota de corte, pero fueron muy compasivos conmigo porque tenían plazas reservadas para discapacitados. Me dijeron que no me preocupara, que entraba seguro. Pero aun así insistí, y me dijeron que un 9’5. Me lo curré y saqué un 9’7 en la selectividad. Porque a mí me daba la gana de currármelo, aunque me fuesen a aceptar de todos modos.
—¿Se ve trabajando como diseñador industrial en un futuro?
—No lo sé… Me encantaría ser entrenador de artes marciales, que es lo que realmente me llena.