Chester Milton Southam era un investigador muy respetado en el Memorial Sloan Kettering Cancer Center de Nueva York que estaba estudiando los aspectos inmunológicos de esta enfermedad. Quería saber el modo en que el sistema inmunitario reaccionaba cuando se le exponía a células cancerígenas.
¿Pero, cómo podía convencer a alguien de que se las inyectara? Fácil: no diciéndoselo. En 1954, sus pacientes recibieron una inyección de "suspensión celular" sin mencionar jamás la palabra "cáncer". De esta manera, comprobó si podían desarrollar inmunidad contra el cáncer inyectándoles células cancerígenas sin su consentimiento, realizando ensayos en más de 600 personas durante varios años y mintiendo a cada uno de ellos sobre lo que en realidad estaba haciendo.
Cuando todo salió a la luz, un reportero de la revista Science Magazine le preguntó por qué no se había inyectado las células a sí mismo. Su respuesta nos da una idea de la clase de persona con la que estaban tratando: "Existen pocos investigadores con mi talento en esta área y me pareció estúpido arriesgarme, aunque fuera un poco".
Desgraciadamente, este modo de actuar se repite cada cierto tiempo incluso entre los profesionales más reputados, según ellos, por el bien de la ciencia. Uno de estos hombres también inoculó células cancerígenas a sus pacientes, a los que trataba como animales, y se jactaba de haber matado a ocho de ellos durante sus experimentos. Nunca pagó por lo que hizo ni se reconoció delito alguno en sus acciones.

Instituto Rockefeller de investigación médica a principios del siglo XX. Wikimedia Commons
Esta es la historia de Cornelius Packard Dusty Rhoads.
Un joven prometedor
Rhoads nació el 20 de junio de 1898 en Springfield, Massachusetts, donde recibió su primera formación. Era un joven muy brillante, por lo que pudo estudiar Medicina en Harvard y recibir un doctorado cum laude en 1924. Su talento le permitió trabajar como profesor de Patología y médico interno en el Hospital Peter Bent Brighman, donde contrajo una tuberculosis pulmonar que despertó en él el interés por la investigación.
En 1929 se unió al prestigioso Instituto Rockefeller de investigación médica, una institución fundada en 1901 por John D. Rockefeller, convertida en universidad en 1965 y por la que pasarían al menos 26 Premios Nobel a lo largo de toda su historia.
Allí siguió demostrando su capacidad y competencia, motivo por el cual, en 1931, fue invitado a unirse a la Comisión de Anemia Rockefeller en una investigación clínica en el Hospital Presbiteriano de San Juan de Puerto Rico. Su objetivo era investigar la anemia por deficiencia de hierro causada por un parásito y por otra dolencia, conocida como esprúe tropical, cuyas causas todavía hoy se desconocen, que podía curarse fácilmente.
Rhoads parecía radiante con su destino, tal y como escribía en una carta en julio de 1931: "La situación es casi perfecta. Tenemos amplio espacio para laboratorio y camas, excelente ayuda técnica y un grupo médico muy cooperativo. El clima es maravilloso y el país magnífico. No puedo imaginar un lugar más agradable para vivir".

Logotipo del Instituto Rocekefeller. Rockefeller Archive Center
Todo por una fiesta
El Instituto Rockefeller disponía en Puerto Rico de más de 200 pacientes a los que Rhoads controló experimentalmente su dieta, ya que sospechaba que el esprúe estaba relacionado con esta. Su intención era provocar la enfermedad artificialmente en ellos sin informarles previamente, en vez de tratarlos, como él mismo reconocía en otra carta de septiembre del mismo año tratándolos como animales: "Solo tenemos dos animales de experimentación y en una semana o así los aumentaremos a diez. Si no enferman, ciertamente es que tienen la constitución de un buey".
Sin embargo, la idílica situación cambió la noche del 11 de noviembre de 1931, mientras disfrutaba de una fiesta en la casa de un compañero puertorriqueño. Tras tomar unas copas se fue y descubrió que su automóvil había sido asaltado y le habían robado varios objetos de su interior. Enfadado, escribió una carta a un amigo que trabajaba en el Memorial Hospital for Cancer Research de Nueva York, que decía, entre otras cosas:
"Los puertorriqueños son sin duda la raza de hombres más sucia, perezosa, degenerada y ladrona de las que habitan el planeta. Te enferma tener que vivir en la misma isla con ellos y son incluso peores que los italianos. Lo que necesita la isla no es más salud pública, sino una ola gigante que extermine totalmente a su población. Entonces sería vivible.
He hecho lo que he podido para adelantar el proceso de exterminación matando a ocho y trasplantando cáncer a varios más, aunque esto último no ha resultado en fallecimientos hasta el momento. El bienestar de los pacientes no tiene ninguna importancia, de hecho, todos los médicos se alegran de poder abusar y torturar a los infortunados sujetos".
Descubierto
Rhoads redactó la carta en el despacho de una taquígrafa de la Comisión de Anemia Rockefeller que la descubrió y enseñó entre sus compañeros, provocando un escándalo de dimensiones inimaginables que provocó que se disculpase públicamente y que convocara en una reunión a todo el personal de la Comisión. Nadie creyó sus excusas.
Por si esto fuera poco, se enteró de la carta iba a ser revisada por la Asociación Médica de Puerto Rico, lo que acabó causando que regresara a Nueva York en diciembre de 1931, donde se justificaba públicamente argumentando que todo había sido una broma entre amigos para su propia diversión y se comprometió a volver para aclararlo todo. Jamás lo hizo.

Necrológica publicada por la AACR. The American Association for Cancer Research
Un asunto de estado
El incidente ya se había convertido en un asunto de interés nacional y desde Puerto Rico se enviaron copias de la carta a la Liga de Naciones, a la Unión Panamericana, la Unión Estadounidense por las libertades civiles, periódicos, embajadas e incluso al Vaticano.
La justicia puertorriqueña tomó cartas en el asunto e interrogó a sus colegas, se revisaron los expedientes de sus pacientes y los informes de las autopsias de los 13 que habían muerto durante su estancia en la isla, pero no descubrieron evidencia alguna de que Rhoads hubiese acabado con su vida ni de que hubiese inducido cáncer en otros pacientes.
Durante la investigación judicial, el Instituto Rockefeller realizó un intenso trabajo de relaciones públicas para limpiar el nombre de su empleado. Querían proteger su relación con las organizaciones médicas de Puerto Rico, evitar problemas con los críticos de la experimentación humana en Estados Unidos y, además, Rhoads era considerado un investigador muy prometedor. Y lo consiguieron.
Todo olvidado
La controversia se desvaneció y todo lo ocurrido no afectó a la reputación del médico, que se convirtió en una relevante figura oncológica ostentando cargos como el de director del Memorial Hospital for Cancer Research de Nueva York, jefe de división durante la II Guerra Mundial, director del Instituto Sloan-Kettering o asesor de la Comisión de Energía Atómica. También ganó varios premios y fue laureado con la Legión del Mérito.
Cuando falleció en 1959, el mundo de la Medicina elogió su figura y en el vigésimo aniversario de su muerte, la Asociación Estadounidense de investigación contra el Cáncer (AACR), creó el premio Memorial Cronelius P. Rhoads en su honor para distinguir cada año a un joven investigador prometedor.
Una segunda carta
En el año 2002, un profesor de Biología de la universidad de Puerto Rico, redescubrió el incidente y escribió a la AACR exigiendo que el nombre de Rhoads fuese eliminado de su premio. La institución dijo no tener conocimiento del asunto y encargó una investigación. Al año siguiente decidieron renombrar el premio despojando póstumamente del honor a Rhoads por sus ideas racistas. El nuevo nombre sería retroactivo y los ganadores anteriores recibirían nuevos galardones con la nueva denominación actualizada.
¿Qué descubrió la AACR para realizar este cambio tan drástico y tajante? Quizá algún día lo sepamos y descubramos de una vez por todas la verdad sobre Rhoads. ¿Bromista o psicópata?
Respecto a las investigaciones de Chester Milton Southam, aquel otro médico que años después que Rhoads inoculó células cancerígenas a sus pacientes sin su consentimiento, sus conclusiones valieron para descubrir que no hay evidencia científica que demuestre que a una persona se le pueda implantar una enfermedad como el cáncer.