Estaba completamente seguro. La puerta de la cabina estaba cerrada y de dentro salía una música extraña. No cabía duda, no podía ser otra cosa: en el interior tenía que estar él. Había escuchado que desde que este tipo de habitáculos habían dejado de dar servicio telefónico, ahora se le veía pidiendo cafés en los bares para poder entrar en el baño a ponerse su traje. La escena me hizo recuperar la ilusión: por fin le vería. La puerta se abrió. De dentro, sin embargo, no salió Superman. Eran dos adolescentes que venían de estar de 'fiesta' en 'Teledisko, la discoteca más pequeña del mundo'.
Mi madre lo ha dicho en mil y una ocasiones: "Este niño no tiene hartura". Esta vez no fue idea mía, pero acabé donde siempre: en una discoteca. No iba con la ropa adecuada, tampoco llevaba compañía y ni mucho menos esperaba que después del castigo autoimpuesto el fin de semana, con cena de empresa, cumpleaños de un amigo y celebración del campeonato del mundo de Argentina, estaría de nuevo de fiesta el lunes, sobre las 18.30 horas, apenas un rato después de prometer que no volvería a salir.
Lo mandó mi jefe: "Vete a la discoteca más pequeña del mundo". Obedecí sin rechistar.
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No quise verla antes de ir. No quería saber a qué me enfrentaba hasta que lo tuviera enfrente; como si yo fuera un torero que se enfrentaría a un cinqueño, en vez de uno que va por los callejones del juego y el vino.
Me monté en el metro convencido de que iba a una fiesta, a desfasar. Me hacía varias preguntas, todas relacionadas con situaciones que ya había vivido en noches anteriores. ¿Sería esto igual?
Portaba camiseta, vaqueros, zapatillas de deporte, iba solo, soy un hombre cis heterosexual y, encima, mis calcetines eran blancos. Esto estaba cantado: no me van a dejar entrar ni enseñando una billetera más poblada que el cuero cabelludo de Muñiz Fernández.
Mi llegada al lugar
Las discotecas en Madrid suelen ser caras: de los 15 euros a la entrada no te libras. Eso en las peores; de ahí tira para arriba. He conocido amigos que han pagado barbaridades. Lo más barato que encontré una vez fueron 10 euros con copa y chupito. Mis amigos aún recuerdan aquella gesta: hice pasar a 17 personas dispares en un único grupo.
Esta vez no me tocaba negociar. Teledisko es gratis. Enfilé la calle de Zurbarán. Mi objetivo estaba en el número 21, concretamente en el Instituto Goethe. Se venían cositas. O eso pensaba.
La discoteca cerraba a las siete de la tarde. Llegué apenas media hora antes y había una chica aguantando la puerta. Llamaba a otra, que venía corriendo. "Aforo completo", pensé. Estaba en lo cierto.
No había portero, así que me ahorre las excusas por mi vestimenta. Sólo había que esperar a que las personas que estaban dentro salieran. No me había dado tiempo de sacar el móvil para grabar cómo se escuchaba la música desde fuera cuando se abrió la puerta. Las dos jóvenes se iban y dejaban la discoteca sola, como quienes huyen de las salas antes de que ni siquiera haya empezado a llenarse.
Traté de abrir la puerta, pero fue imposible. Esta discoteca no te permite entrar mientras suena la canción de otro, como si guardara un secreto de valor incalculable para su elector. Habían puesto a los Black Eyes Peas.
Esperé pacientemente a que terminara de sonar la música. Me acerqué entonces a la pantalla táctil que había y seguí las instrucciones. 1.-Usa la pantalla táctil. 2.- Elige la canción y los extras. 3.- Inserta moneda (si aplica). 4.- Baila como si no hubiera un mañana. 5.- Recoge tu foto (si aplica).
Justo en ese preciso instante llegó una pareja de adolescentes. Como los peregrinos, ella tenía 15 y él unos 17. Les dejé pasar por si tenían que recogerse pronto, que disfrutasen antes de que las carrozas se convirtieran en calabazas. Cuando ya estaban dentro me di cuenta: aquí no piden ninguna edad para entrar.
Eligieron la música sin dudar un instante. Entraron con prisas y salieron riendo. Aguantaron hasta el final. Porque a esa edad, claro, todas las lunas son de miel, las resacas son breves y las fiestas cada vez más largas.
Llegó el turno del reportero, algo pureta ya. No sabía qué elegir y me puse a indagar. ¿A qué tipo de discoteca iría en esta especie de sábado noche un lunes por la tarde? La decisión, yendo solo, era complicada. No soy rapero, ni hiphopero, pero lo escucho. No soy flamenco, ni popero, pero me alimento de sus letras. Me puse a buscar en la pantalla táctil. A ver qué puedo poner.
Aquí hay de todo. Podía escuchar a Juan Moneo 'El Torta' cantando por bulerías; estuve a punto de elegir a Space Surimi; iba a poner lo último de Omar Montes; ¿Tote King había sonado alguna vez en una discoteca así? SFDK creo que sí. Pensé en poner Andy y Lucas. Definitivamente, se me estaba yendo de las manos.
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Las mejores fiestas que he vivido han sido en la Feria del Caballo de Jerez de la Frontera, así que pensemos qué pone las casetas boca abajo cuando cae la noche y ya solo quedan los hartibles. Fui a los clásicos: Los Delinqüentes y Tomasito con el Kiss Off, eso no falla.
La elijo. Me da la opción de hacerme foto y vídeo gratis. Por supuesto que sí (no me ha llegado aún). Voy para adentro.
Abro la puerta. La música suena. Oye, mujer, me siento fatal, estoy buscando a alguien que me quiera achuchar. Puedes ser tú... puedes ser tú. Esto se pone feo, entonces empiezo a gritar, es solo la costumbre que siempre pide más, empiezo a temblar, pero todo me da igual...
Se me escapa una sonrisa. Estoy dentro de una discoteca de los años 80. La cabina está tapizada como si fuera una nave espacial. Hay una pequeña bola de discoteca y un mueble con botones. Antes de toquetearlo todo me doy cuenta: no hay guardarropa. Me quito el abrigo y el gorro corriendo que el tiempo apremia. No hay barras, no se ni taburetes para dejarlos: todo al suelo, con la mochila.
Toqueteo los botones. El de las fotos está roto; el humo tampoco funciona; el estrobo no se aprecia; la bola disco es insuficiente; la sorpresa no se aprecia. "Esta no es la rave que me esperaba". Sin embargo, como suenan Los Delinqüentes y Tomasito, inevitablemente me vengo arriba.
Digo uno: (uno) uno por los colegas.
Digo dos: (dos) dos por la familia.
Digo tres (tres) tres por mi dolor.
Digo cuatro: (cuatro) cuatro, me duele la cabeza.
Digo cinco: (¡premio!) hoy me encuentro solo.
Digo seis: (seis) seis, me quito to las penas.
Siete: (siete) siete, ¡no hay futuro!
Ocho: (ocho) ¡no me acuerdo del ocho!
Nueve: (¡nueve!) no tenemos dioses...
Diez, diez, diez, diez, diez... ¡¡¡¡¡¡todo es de todos de todos de todos!!!!!!
Lo reconozco, me pongo a cantar, saltar y a seguir el compás con las palmas. Además como estoy solo, da igual que no entre a tiempo. Nadie me va a mandar a tocarlas sordas por no saber.
Recuerdo entonces que estoy en un reportaje. Saco el móvil y hago una foto antes de que termine la canción. Un par de ellas. Me pongo serio. Una sale con luz roja y la otra con luz tenue. Da igual, en ambas me sale media cara. No hay mucho espacio para la selfie.
La canción termina: ¡Golfo!
Abro la puerta con una sonrisa. Con el abrigo aún sin poner y con la mochila en la mano, parece que me acaban de echar realmente de una discoteca, a toda prisa, a las claras del día, como en otras tantas ocasiones.
La sonrisa se corta cuando levanto la cabeza. Veo a un trabajador del instituto Goethe sacando los cubos de basura. Me mira riéndose. No sé qué habrá pensado. Eso sí, esto cada vez se parece más a una noche de fiesta, aunque aquí no haya besos, risas, ni abrazos. Lástima que se haya terminado demasiado pronto. ¿Dónde es el after?