La vida dio un vuelco para José Gallardo el 27 de agosto de 2013. Aquel día, este granadino de Víznar de 65 años de edad fue detenido en el aeropuerto de Guayaquil (Ecuador) acusado de tráfico de estupefacientes. Según él, no llevaba drogas, pero el motivo de su viaje a la ciudad ecuatoriana era llevar a cabo un encargo como mula del narcotráfico. Tras ser arrestado, fue condenado a ocho años de prisión. Primero, en la temible cárcel de Guayaquil. Luego fue trasladado al penal del Turi, en la ciudad de Cuenca. Cumplió íntegra su condena porque el Ministerio de Justicia de Ecuador perdió su expediente. El 29 de agosto de 2021 terminó su pesadilla y regresó a España. Está vivo de milagro y ahora habla con un medio de comunicación de su experiencia por primera vez estando en libertad.
Su historia no es la de cualquier preso español en el extranjero. De los 862 reos españoles esparcidos por cárceles de todo el mundo, según datos del Ministerio de Asuntos Exteriores de octubre de 2021, los 19 que están en Ecuador viven en unas circunstancias especialmente peligrosas: en menos de un año, más de 350 reclusos han muerto en prisiones ecuatorianas tras brutales masacres ocasionadas por motines.
Es un fenómeno que está lejos de ser atajado. La guerra entre bandas y cárteles del narcotráfico en Ecuador ha encontrado en las cárceles del país el caldo de cultivo perfecto: sin medidas de seguridad adecuadas, hacinados y en contacto estrecho, los sicarios de diferentes grupos se matan con total impunidad. Hace apenas unos días, el 9 de mayo, una nueva reyerta en la cárcel de Santo Domingo de los Tsáchilas, a 180 kilómetros de Quito, se saldó con 44 prisioneros asesinados. Solo un mes antes, el 4 de abril, otros 20 perdieron la vida en el Turi, donde estuvo preso José. Él mismo sobrevivió a un motín en aquella prisión que quedará grabado en su memoria para el resto de su vida.
Era el 23 de febrero de 2021. Cerca de las seis de la mañana, comenzaron los tiros en la escalera del pabellón IB del Centro de Rehabilitación Social CRS-TURI de Cuenca. “Tenían armas largas”, recuerda José en conversación con EL ESPAÑOL. Los presos que iniciaron el motín habían introducido subfusiles en connivencia con algunos guardias. A los pocos minutos, los gritos y el caos se apoderaron de la prisión. “Llamaron fuerte a la puerta y nos gritaron que saliéramos”, dice José. Eran los instigadores de la revuelta. Acto seguido, él y sus cinco compañeros de celda hicieron caso omiso y atrancaron la puerta. De haber salido, posiblemente no lo hubieran contado.
Se quedaron encerrados a lo largo de un día en el que las horas pasaron muy lentamente. “Desde la celda vimos cómo a uno lo quemaron vivo en el mismo pasillo. A otro lo apuñalaron a machetazos, y a un tercero le cortaron la cabeza y se pusieron a jugar con ella como si fuera un balón de fútbol, mientras se reían”, relata José. La policía entró con todo 12 horas después, a las seis de la tarde, momento en que se restableció el orden. “Nos tiramos un mes sin salir de la celda como castigo a todos los presos por el motín”, añade.
Aquel día de febrero de hace un año, en el pabellón de José murieron tres presos. Los tres que él mismo presenció. En total, junto a otros motines simultáneos que se produjeron en las cárceles de Guayaquil y Latacunga, perdieron la vida 79 reclusos. José pudo haber sido uno de ellos de no haberse quedado en la celda.
El origen de la matanza fue el vacío de poder que dejó la muerte, en diciembre de 2020, de Jorge Luis Zambrano, líder de la banda criminal Los Choneros. Los Pipos, Los Lobos, Los Chone Killers y Los Tiguerones, que antes funcionaban como subestructuras de Los Choneros, iniciaron una guerra en contra de sus antiguos líderes. Estas tres cárceles, nutridas de criminales pertenecientes a todos estos grupos, sufrieron una orgía de sangre y de cadáveres.
Mula de la droga
La llegada de José al infierno del Turi fue una concatenación de errores propios y ajenos que, en 2013, cuando voló a Guayaquil, ni siquiera pudo imaginar. José trabajaba como operador de maquinaria pesada en la construcción. Concluyó su último contrato en Sangüesa (Navarra) y regresó a Granada a la espera de que le llamaran para trabajar en una obra en Galicia. La crisis económica, sin embargo, daba entonces sus últimos coletazos y el proyecto quedó aplazado.
José se quedó en Granada sin más ingresos que el paro, divorciado, con dos hijos mayores y otros tantos nietos. “Un día alguien me comentó que podía ir a Ecuador y traer droga a España. Sería un trabajo rápido. Me interesé y volví a quedar con esa persona. Me dijo que tenía que ir a Guayaquil y traer seis kilos de cocaína. Me pagarían 6.000 euros por cada kilo, es decir 36.000 euros en total; la mitad por adelantado, y la otra mitad cuando concluyera el trabajo”, relata José.
Atraído por hacer dinero fácil y azuzado por su precaria situación económica, José se embarcó en un avión rumbo a Guayaquil. Allí se presentó a un contacto colombiano que le daría la droga y la primera parte del pago. El modo en que introduciría la droga en España -seis kilos, una cantidad nada desdeñable- sería en el interior de 23 tablas de windsurf. La carga por sí misma ya anunciaba ser el objeto de todas las sospechas de la policía aduanera.
Las cosas no fueron bien. Antes de coger el vuelo de vuelta, el trato con el contacto colombiano se rompió. “Me dijo que no me iba a pagar nada por adelantado, con lo que le respondí que no haría el trabajo”, explica José. Así, se dispuso a regresar a Madrid, según él, con las tablas sin la carga ilegal en su interior, una versión que contradice la de la justicia ecuatoriana. En el aeropuerto de Guayaquil, la policía le detuvo.
“Taladraron las tablas y no encontraron nada. Las pruebas químicas tampoco vieron nada, pero se empeñaron en que llevaba drogas. Me detuvieron y me llevaron a juicio. Los testimonios de los policías fueron suficientes para que la jueza me condenara a ocho años de cárcel el 19 de marzo de 2014, sin ninguna prueba. Uno de los policías dijo que estaba impregnado de cremas con droga… Fue todo un despropósito, no sé si para ocultar que uno se llevó un portátil que yo tenía encima…”, dice José, que fue defendido por un abogado de oficio.
Así, fue trasladado a la Penitenciaría del Litoral o Centro de Rehabilitación Social de Varones número 1 de Guayaquil, una de las cárceles más peligrosas del país. José relata que entonces se le vino el mundo encima. “No conocía a nadie, te asustas, no sabes qué hacer, piensas que te van a matar todo el tiempo, que no saldrás con vida”, asegura. En Guayaquil estuvo preso desde su detención hasta abril de 2016, cuando se produjo un fuerte terremoto en Ecuador. En esa fecha, sin previo aviso y a raíz de la catástrofe natural, fue trasladado a la cárcel del Turi de Cuenca.
Tras su primer ingreso en prisión, el consulado español en Guayaquil ya estaba al corriente de su situación. La oficina consular comenzó a gestionar sus papeles de repatriación y le dijeron que, si todo iba bien, el 20 de agosto de 2016, cumplidos casi tres años de condena, regresaría a España. Sin embargo, el traslado al Turi lo trastocó todo. Nadie en el consulado se enteró.
“No avisaron al cónsul, no sabían donde estaba”, afirma José. El reo apeló entonces el traslado, lo cual puso en conocimiento de su nuevo paradero al cónsul honorario de España en Cuenca, Fernando Vásquez. Lo peor, sin embargo, es que con el cambio de cárcel, el Ministerio de Justicia ecuatoriano perdió el expediente de José, lo cual invalidó todas las gestiones para su repatriación. Hasta 40 presos españoles encarcelados después de él y con condenas más severas regresaron antes a España. A José, por contra, no le quedó ota que cumplir íntegros 8 años en uno de los peores lugares que alguien pueda imaginar.
El ‘comandante’ y los ‘gatitos’
“Ni te pases de listo, ni te pases de tonto”. Esa es la primera lección que aprendió José entre los muros del penal guayaquileño y que aplicó después en su nueva celda en el Turi. Así describe cómo era la peculiar organización social de la prisión cuencana: “Era como una pequeña ciudad, pero en la que mandaban las mafias. Había un ‘comandante’, que es quien mandaba, y tenía a sus ‘gatitos’, que son quienes se encargaban de asegurar el control de su jefe entre el resto de reclusos. Los ‘gatitos’ vinieron a mí y me dijeron que tenía que pagarles 30 euros todos los meses. Ellos saben que los presos extranjeros cobramos una ayuda del consulado. Yo recibía 80 euros al mes. Fue la forma de comprar mi seguridad”.
En efecto, a cambio de aquella prebenda, el ‘comandante’ y los ‘gatitos’ no tocarían a José. Pero tampoco le defenderían de otras trifulcas con otros presos. “A pesar de esa especie de protección, los problemas siempre existen. La gente intenta avasallarte hasta que un día te dobla. Por eso tienes que dar un par de ‘puñetes’ [puñetazos], como dicen ellos, y enseñar los dientes. Si no, estás muerto”, relata el expresidiario.
Los días de José transcurrieron de forma monótona. Se levantaba a las 6:00 y desayunaba a las 8:00 un mejunje llamado ‘colada’, una especie de maicena líquida. Cada diez días le daban una taza de café y un huevo cocido. Algún otro día, con suerte, también caía un “bollito”. Hasta la hora del almuerzo, a las 12:00, José hacía pesas con botellas de agua que había acumulado, o salía a caminar al patio. Al principio solo podía salir en un turno asignado, por la mañana o por la tarde. Con el paso de los años, el acceso al patio quedó disponible todo el día, hasta las 8 de la tarde, cuando quedaba cerrado.
El almuerzo consistía, en sus propias palabras, “en arroz con cualquier cosa”. Esa “cosa” podía ser caldo o pan. Los domingos, junto al arroz, les daban un trozo de pollo o de ‘seco’ (carne de vaca o de cabra). Por la tarde repetía la misma rutina: ejercicio y paseos. A las 18:00 tenía lugar la cena, que consistía nuevamente en arroz, y a las 22:00 se apagaban las luces. Así transcurrieron 2.924 días; 8 años y dos días.
Por contra, el ‘comandante’ y los ‘gatitos’ contaban con todo tipo de privilegios. “En la cárcel entraba de todo, desde armas hasta alcohol, comida buena, etc. Cuando había un cumpleaños de alguien de las mafias, no se podía dormir hasta las seis de la mañana del follón que había”, recuerda José.
A pesar de su rutina, el entorno amenazante generado por sus peligrosos vecinos lo tuvo en vilo cada una de aquellas jornadas en prisión. “No te podías relajar un instante”, dice. “Recuerdo que una vez hubo una ‘balacera’ (tiroteo) con los policías. Los de las bandas cogieron a presos que no tenían nada que ver y los usaron como escudos humanos”, añade. Anécdotas como la anterior las puede contar a decenas.
Si no se llevó un machetazo o un tiro, es porque cumplió a rajatabla con el pago mensual y porque era “de los mayores”, junto a sus compañeros de celda, lo cual hacía que les molestaran menos. La celda que compartían tenía un tamaño de apenas tres por cinco metros y contaba con tres literas a cada lado. También tenía una pequeña ventana elevada hecha de un cristal irrompible. Algunos de aquellos presos, todos cercanos o por encima de los 60 años de edad, se convirtieron en grandes amigos. “Se llamaban ‘El pollito’, ‘Yambray’, ‘Cuato’... todos teníamos motes, nadie sabía el nombre real de nadie… A mí me llamaron ‘El español’”, dice José.
Los otros 19 ‘Josés’
Durante los últimos cinco de aquellos ocho años entre rejas, José estuvo enfermo de cataratas. Nunca le operaron. También pospuso una intervención sobre una hernia inguinal. A lo largo de toda la condena, el cónsul honorario Fernando Vásquez le visitó dos veces. La secretaria consular, otras dos. Desde finales de 2019 y con la pandemia de por medio -también enfermó de Covid-, no recibió más que una visita, la de Javier Casado, director de la Fundación +34, que vela por los derechos de los presos españoles en el extranjero y de sus familias. Con Casado vino un oftalmólogo que le pudo tratar y ganar más tiempo para que no perdiera la vista.
El trabajo de Casado consiste en visitar a presos en la situación de José por los cinco continentes. Ahí donde no llega el trabajo consular, llega él. De esta forma, ha puesto el pie en más de 40 centros penitenciarios de todo el mundo y reconoce, en conversación con EL ESPAÑOL, que la situación en Ecuador es especialmente “preocupante”.
Atrapados en un infierno similar al de José quedan en el país 19 presos españoles, de los cuales 12 son hombres y 7 mujeres. Cinco de los varones están recluidos en la Penitenciaría del Litoral de Guayaquil, donde los asesinatos se cuentan por centenares. Solo entre octubre y noviembre de 2021, dos motines dejaron 186 muertos. La cárcel tiene 12 pabellones, cada uno con alrededor de 800 presos, y el hacinamiento llega al 62%.
“Esta cárcel es el nuevo epicentro de la violencia entre bandas por el control del paso de la droga en la localidad de Esmeraldas [en la costa norte de Ecuador]”, explica Casado. “De los cinco españoles que siguen ahí, uno de ellos es un vasco con familia ecuatoriana, a otro lo detuvieron con su mujer, otro no tiene relación alguna con su familia en España y los dos restantes son gallegos condenados por narcotráfico”, añade.
La situación fuera del penal guayaquileño no es mejor. “En febrero de este año murió en la cárcel de Quito un chico madrileño de 30 y pocos años. Dicen que la causa de la muerte fue natural, pero en este tipo de sitios nunca sabes por lo que pasan los presos y hay pocas cosas que ocurran de forma accidental”, explica Casado.
La suma de motines y de este tipo de muertes “accidentales” en Ecuador han provocado que el asunto llegue a la comisionada de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet. Tras la última masacre del 9 de mayo, dio un toque de atención al gobierno ecuatoriano: “Debo enfatizar que la responsabilidad del Estado en la seguridad de todas las personas que están bajo su custodia crea una presunción de responsabilidad estatal por estas muertes”.
La situación también tiene a los consulados de Quito y Guayaquil trabajando contrarreloj para repatriar cuanto antes a los otros 19 ‘Josés’. La inversión española total para atender las necesidades de presos en una situación similar en todo el mundo asciende a 400.000 euros anuales. Pero ni todo el dinero del mundo es capaz de sacarlos de ahí. La burocracia, como en casos como el de José, complica las cosas y, a veces, solo queda rezar para que no ocurra una tragedia.
Para solucionar esta crisis carcelaria, el Gobierno ecuatoriano planea conceder unos 5.000 indultos a presos condenados por delitos menores y desarrollar la primera política del país de derechos humanos hacia la población penitenciaria. Además de las gestiones consulares y del trabajo privado de ONGs como la Fundación +34, este cambio de política podría cambiar la suerte de los presos españoles que siguen allí. Pero hasta entonces, su situación sigue siendo delicada.
Lejos de la tragedia, en Granada, José, el preso que más tiempo ha esperado volver a España desde las cárceles más peligrosas del mundo, ha comenzado a rehacer su vida. Nunca recuperará aquellos ocho años. Pero hace apenas una semana le operaron, al fin, de cataratas. “Lo que he pasado no se lo deseo a nadie”, concluye.