El kebab más antiguo de Madrid lleva abierto desde 1978 pese a los intentos de su propietario porque el negocio no prospere. Filomena dejó en la geografía física del lugar un toldo desvencijado y en su estrecha fachada, motivo de obstinación para una artista venezolana, figuran un horario ficticio, un folio a modo de azulejo con la antigüedad del establecimiento y dos pegatinas de Frigo, marca cuyos productos no se comercializan en el interior.
Se llama Kebab House, está en la calle Meléndez Valdés, 67, y para muchos es el mejor kebab de Madrid. La Organización de Consumidores y Usuarios confirmó en 2014, a través de un estudio donde se analizaron 25 kebabs de la capital, las sospechas sobre la calidad de su ternera. Mientras casi todas las carnes analizadas presentaban un popurrí de animales, destacando la presencia de pavo y caballo, la del Kebab House fue la única etiquetada como “buena” y sin mezclar. Contrasta con el apartado de higiene, calificado por la OCU como “muy mala”. En cualquier caso, con las calificaciones o sin ellas, en su puerta se forman colas eternas cada día con Cristina Cifuentes como clienta, como reconoce ella misma en conversción con EL ESPAÑOL.
La personalidad del propietario es la tercera característica elemental para comprender el éxito del negocio. Un local que cuando abre, sólo entre semana, sólo a la hora del almuerzo y no todos los días, forma colas automáticas de fieles. Mujeres mayores, hombres con aspecto de profesor universitario, jóvenes en sudadera, matrimonios consolidados. Romel es el libanés reservado y enigmático que lo habita, un pionero del kebab que fundó su negocio tan sólo seis años después de que Kadir Nurman, un inmigrante turco en el Berlín occidental a quien se le atribuye la invención del döner kebab, abriera su local tras el telón de acero. Rehúye de los periodistas, a quienes espanta con un barrido de pies y un cierre de persiana. “Nunca contáis la verdad, venís a molestarme”. Despixelarlo requiere la paciencia de Talese con Sinatra.
"Me entró la enfermedad"
“Abre cuando quiere”, cuenta Patricia, una joven treinteañera de ojos azules que hace cola. Es vecina de Moncloa y parroquiana de toda la vida. Una tradición heredada de su padre, un precursor de la recena turca en la España de los ochenta. “Me hizo prometer que nunca diría su nombre”, alimenta el misterio sobre un hombre que hace “sin duda, el mejor kebab de Madrid”.
Pelymax es el pseudónimo en Tripadvisor de José Manuel, un sevillano que vivió una auténtica epifanía al probarlo por primera vez. Corría 2009 y era nuevo en la capital, donde había llegado para estudiar Ingeniería. En uno de sus paseos iniciáticos se topó con el kebab como los personajes de Cómo conocía a vuestra madre con el neón de aquella hamburguesería de Nueva York. “Entonces me entró la enfermedad, el veneno”, asegura alguien que ha “podido comer en más de 40 kebabs diferentes entre Madrid, Logroño, Alicante, Málaga y Sevilla” y que afirma que “a día de hoy ninguno se le acerca”.
Reconoce la brusquedad de Romel con algunos clientes, aunque siempre por el mismo motivo: la imprecisión a la hora de pedir en una carta basada en la sencillez y sin patatas fritas. “La gente llega allí pidiendo menús y él siempre decía lo mismo: ‘Mire usted, aquí no hay menú: kebab sólo, simple o doble. Con pique o sin pique. No le dé más vueltas. El simple es simple y el doble es el doble del simple. Ya está’”. Un trozo de papel actualiza el precio del kebab sobre la tablilla. Ahora, el simple cuesta 3,30 y el doble, el doble del simple, 6,60. Desde hace poco más de un año se puede pagar con tarjeta. “Llevo mucho tiempo sin ir”, suspira José Manuel, “ocho meses”.
El flechazo de Eduardo Quero, un odontólogo cordobés de 26 años a quien no le gusta los kebabs, fue similar. “Yo vivía muy cerca, en la calle Princesa. Un día llegó un amigo mío con un kebab para cenar. Le dije que qué asco, un kebab. Pero me dijo que ese era diferente. Le di un bocado y me encantó”. Desde entonces acude casi todas las semanas, hasta entrar en el círculo de confianza de Romel. “El otro día le dije que por qué no abría más. Me dijo que qué me importaba, que llegaba cansado a la noche y que estaba harto de cortar el kebab”, cuenta sobre el Curro Romero del oficio. Una personalidad híbrida donde concurre lo áspero con lo afable: “Borde, correcto y profesional”.
“Siempre hay cola, da igual que no cumpla el horario y que el sitio esté sucio, se lo puede permitir porque siempre que abre está lleno”, analiza el dentista. “Es que está muy bueno, es que es otra historia: es distinto. La carne es un desfase, la corta y la pica él en el momento. Yo intento ir una vez a la semana. Paso con el coche y, si lo veo abierto, aparco en doble fila y me pido dos o tres”.
El Kebab de Cristina Cifuentes
Romel aplica el fordismo a la hora de preparar la comida. Lejos del extendido tubo de pasta cárnica tostado al calor de una estufa, el libanés apila 35 o 40 kilos de filetes de ternera sobre un eje que rota sobre una llama vertical. Con un cuchillo jamonero recorta los pedazos ya asados y después los tritura sobre el metal. Los coloca sobre un pan recortado por una esquina y de una paleta de verduras extrae el acompañamiento vegetal. La untuosidad la genera la salsa de yogur casera. Y del picante, la segunda y última de las preguntas. Algunos comensales se quejan de las “ternillas” de la ternera en algunos de los bocadillos.
El catálogo de bebidas consiste en una colección de latas vacías y polvorientas sobre la barra, frente a una pared decorada por dos cuadros: un remoto artículo sobre nutrición de la revista Muy interesante, ilustrada con la foto de un kebab de banco de imágenes, y un catálogo de motos.
Una de las más ilustres adictas a este kebab es Cristina Cifuentes, la ex presidenta de la Comunidad de Madrid, quien ha compartido en varias ocasiones publicaciones en sus redes sociales. Cifuentes no tiene reparos en escribir que se trata del “único sitio de Madrid donde hacen auténticos kebabs desde hace más de 20 años”.
En febrero de este año, la fachada del Kebab House llegó hasta el Círculo de Bellas Artes de Madrid. Patricia Esquivias, una artista venezolana afincada en la capital, leyó “una carta dirigida al dueño del Kebab House” frente a una reproducción exacta de sus azulejos. Si bien nunca ha probado los kebabs de Romel, es uno de los rincones de Madrid que trazan su imaginario sentimental. Desde la exposición, no se atreve a volver al local.
“Yo sólo hacía hablado con él una vez, hace muchos años, por la fachada de su tienda, que tenían unos azulejos que a mí me interesaban”, cuenta Esquivias a EL ESPAÑOL sobre una visita acaecida estima que en 2004. “De esa conversación recuerdo que me dijo que eran italianos. En este tipo de azulejos que él utilizó, según me dijo la primera vez que hablamos, tú armas tu propia escena: tienes unos tipos de azulejos que vas combinando. El tronco, la copa del árbol y el arbusto de la zona de abajo”, explica Esquivias sobre algo que le “hacía mucha gracia porque había encargado unos azulejos italianos para un lugar tan...” ¿Cutre? “Sí, bueno, cutre”.
“Varios años después volví”, narra la artista, quizás algo apenada, “y en este segundo encuentro me echó de la tienda”. Esquivias vincula su reacción a “que pensara que estaba haciendo algún tipo de inspección”, por lo que no insistió. “No quise molestarlo más”.
Reconocimiento de la competencia
Escribe Ignacio Peyró en Comimos y bebimos que “la comida será también esa liturgia que nos permite señalar unos días entre otros, como una prelación de la alegría”. Por ello, como cada viernes al salir del trabajo desde hace 15 años, allí hacen cola Alicia y su pareja, Pol, sumado al rito de apertura del fin de semana, una ceremonia gastronómica.
La mujer se declara amiga del artesano libanés, con quien mantiene conversaciones profundas una vez dentro del confesionario en el que se convierte el establecimiento mientras se es atendido y el resto del mundo, por las medidas covid, queda fuera. Corpulento, con alrededor de 60 años, Romel esconde un poblado bigote tras la mascarilla. “Está casado con una japonesa y tiene un hijo”, cuenta, “habla varios idiomas y sabe muchísimo de filosofía”. Pol, que asegura haber visto en la cola a Pablo Iglesias, intuye que se trata de “un tipo sufriente y muy ordenado que se lleva mejor con las mujeres que con los hombres”.
Pero no sólo sus comensales se rinden ante el decano del kebab madrileño. El lugar tiene el reconocimiento de la competencia. En especial de Zaza, el kurdo que hace siete años montó uno de los kebabs más reconocidos de la capital, el Kebap Sumer de la calle Bravo Murillo, 17. “Antes de montar mi kebab iba allí, es muy bueno”. Ahora, cuando pasa con el coche, siempre se lo encuentra cerrado. “En Madrid hay muchos, pero no poder comerlo en cualquier lado. Está muy bien de sabor. Pero en España hay un problema, en otros países hay más paisanos nuestros y turcos, que son los que saben hacer kebab de verdad”. Y explica el porqué de la mala fama del kebab en nuestro país: “Aquí hay mucha gente de India, de Bangladesh y de Pakistán que en su país no tienen kebab”.
Es viernes. Son las 14:45 y la cola espera paciente. Edu Quero garantiza que el local cierra “a las cuatro aunque se acabe el mundo”. 544guillermoa, otro usuario de Tripadvisor, describe “miradas de complicidad mientras disfrutamos del sabor que sólo un verdadero maestro puede crear” y, en una jerga sectaria y exagerada, advierte a los “no iniciados”: “Como todo lugar de culto, existen sus normas y su liturgia: la paciencia, el silencio y el respeto mientras se contempla cómo prepara la comida con precisión de relojero en una danza inagotable”.
“Me ha dicho que sólo el 20% de la gente es normal”, declara Pol al salir con cuatro kebabs del local. Ha mantenido un debate enrarecido con él por un tema filosófico. “Le he dicho que es un soberbio”.