Un control de la Guardia Civil corta el paso a varias caravanas. Esperan nerviosos en la rotonda de Los Llanos, el único acceso viable hacia el barrio de Todoque. Uno a uno, acosados por la lluvia de cenizas, los vecinos vuelven a casa y deciden, en apenas diez minutos, qué es lo último que quieren salvar de la lava, que acecha a menos de un kilómetro. Un agente levanta la mano. Un bombero se acerca. Alessandro es el siguiente.
El domingo fue evacuado a toda prisa junto a Silvia y sus dos hijos, y no tuvieron tiempo de pensar. Entre nervios, sollozos y lágrimas, metieron en el coche ropa, cosas del trabajo, documentos… “lo indispensable”, o lo que sea que signifique eso. También las llaves de casa, por si acaso, y cerraron la puerta, pensaban, por última vez. Este martes les han dado otra oportunidad, la última, antes de que la lengua de lava termine por sepultarlo todo.
Esta vez, la operación de rescate le toca hacerla solo. Llevan varios días viviendo en un albergue de Tijarafe, el primer lugar seguro hacia el norte, y Silvia se ha quedado con los pequeños. “Para que no vean la casa vacía, y todo el miedo”, cuenta, por teléfono, a EL ESPAÑOL: su casa, al lado de la iglesia, será una de las primeras en ser engullidas, pero no la única. “Lo importante es que estamos vivos, de lo demás siempre podemos empezar de nuevo”.
El de Silvia es sólo uno de los más de 5.500 dramas que se están viviendo en la isla de La Palma estos días. El barrio de Todoque, en Los Llanos de Aridane, fue desalojado por completo un día después de que el volcán de Cumbre Vieja, todavía sin nombre, empezara a escupir lava y ceniza tras más de cincuenta años dormido. Ahora es lo más parecido a un finis terrae de las Islas Canarias, sin más movimiento que el de las últimas furgonetas cargadas. De sus habitantes, la mayoría fueron a parar a casas de familiares o amigos. Otros no tuvieron tanta suerte.
“La primera noche dormimos en una zona de recreo, luego llegó el alcalde de Tijarafe y nos llevó a un albergue”, cuenta Silvia, rodeada de otras veinte personas que, como ella y los suyos, no tuvieron a dónde huir con tan poco tiempo. La escena, aunque poco hospitalaria, es bien diferente a la última que se puede recordar de Todoque, rodeado de nubes negras y a los pies de una montaña de lava.
El camino de lava
Los expertos insisten en que predecir el final de la erupción volcánica de Cumbre Vieja es imposible. Principalmente, porque no todo el magma puede acabar saliendo a la superficie, y su avance final hacia el océano dependerá de cuánto material almacena el subsuelo y cuánto llega a la cámara somera, que es la que ahora se está vaciando. A lo largo de su historia, Canarias ha visto volcanes de 10 días de duración, pero también de varios años, aunque esta última opción parece descartada.
Mientras, la lava, condicionada por la orografía, avanza a una velocidad de hasta 700 metros por hora y a medida que se aleja de las bocas se enfría y ralentiza su marcha. En su marcha, de menos de dos días, ha desalojado las poblaciones de El Paraíso, Las Manchas, Tazacorte y Alcalá. Más de 5.500 personas en total.
A su llegada a Todoque, el último núcleo antes de llegar al mar, ya había rebajado, en su avance lentísimo pero inevitable, hasta los 120 metros por hora. Enfrente, al otro lado de la montaña de lava, sólo quedan huellas de coches, casas vacías y todo lo que, en algún momento, sus últimos habitantes decidieron que no era indispensable
La otra cara
Es, a fin de cuentas, una estampa bien distinta que la que se puede ver en el resto de la isla, cuya mayor preocupación sigue siendo combatir a la Covid-19, no tanto al fuego. En las zonas seguras, la vida sigue. Así lo ha comprobado Carlos, que abandonó su segunda residencia, en Puerto Naos, a la primera señal de humo. No sabe cuándo volverá a verla.
“Nos desalojaron el domingo porque el único acceso es una carretera que va a cortar la lava. Si no llegamos a irnos, nos hubiéramos quedado atrapados”, cuenta a este diario desde el aeropuerto, recién llegado a Madrid. Desde la distancia, ha podido ser partícipe de las dos realidades del volcán.
Por un lado, el del oeste, la situación es la esperable: desesperación, silencio y nubes de ceniza. Por el resto, incluido el aeropuerto, el sol sigue brillando y las maletas no llevan “lo indispensable”, sino toalla y bañador. Muchos de ellos sólo se quitan las chanclas para fotografiar un momento histórico: el de las lenguas de fuego abriéndose paso por campos y ciudades fantasma. Para tres cuartas partes de la isla, a pesar del horror, las frustraciones y las despedidas, la vida sigue.
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